Un mundo feliz.
Gerardo Ferrara - Expertos - ETWN

Hoy te traigo una terrible noticia, de esas que a nadie le pasan desapercibidas porque nos afectan a todos por igual. Es una especie de intuición que tengo y que se ha ido acentuando con el tiempo hasta quitarme el sueño. Tan peligrosa resulta que, de consumarse, pondría a todo ser humano al borde del precipicio, sin posibilidad de vuelta atrás. El titular es el siguiente: El mundo es cada vez más feliz.

Sé que piensas que bromeo, pero nunca he hablado más seriamente, aunque entiendo que te debo una explicación. Pero antes que nada, hemos de retroceder un poco, no solo para alejarnos del abismo sino también para ganar algo muy importante: perspectiva. Ahora me entenderás. Primero he de contarte algo que te sucederá a ti también, tarde o temprano.

Cuando uno se convierte, todo cambia a su alrededor. Todo comienza a tener otra luz, un carácter distinto, una nueva tonalidad o expresión. Digamos que el converso desarrolla una especie de intuición o lucidez especial, que si bien parece algo difícil de creer, pasa por ser la cosa más natural del mundo. En realidad, lo que ha cambiado no es el mundo, sino el converso. Un ejemplo nos ayudará a entender mejor esta nueva visión de la que te hablo.

Imagínate que al nacer te colocaron una especie de lentillas que convierten todo lo que miras en su opuesto. Cuando ves una mesa en realidad estás mirando una silla; lo que parece un desierto es, sin embargo, un frondoso bosque, y ese océano no es más que un pequeño vaso de agua, aunque te ahogues en él.

Pero seguramente exagero. ¿Quién se dejaría engañar de esa forma, no es cierto? Como toda gran mentira, esta es mucho más sutil y, por ello, mucho más peligrosa y dañina. Déjame intentarlo una vez más: cuando te cruzas con un cura y crees ver a un pobre esclavo, en realidad te topaste con la libertad hecha persona; esa manifestación en favor de tus derechos en realidad envía a tu propio hijo al matadero, mientras que a tu perro lo (mal)tratas con cuidado filial; el pobre no te mira para incomodarte sino para ofrecerte tu redención gratuitamente; te dejas la vida en lo que no tiene importancia para despreciar lo único que importa, la vida misma; y cuando crees hacer el bien, en realidad… Me sigues, ¿verdad?

Tranquilo, no te colocaron unas lentillas al nacer, pero lo que sí es cierto es que uno ve el mundo como uno es, lo que no quiere decir que el mundo sea como uno lo ve. De lo contrario, habría tantos mundos como pares de ojos. Yo recuerdo estar tan convencido como tú de que el mundo era de una forma y de que yo estaba aquí para ser feliz. Y, mientras más lo estudiaba, más me reafirmaba en mis pobres convicciones. No cabía más verdad que la que experimentaba por mí mismo y que mi propia razón se encargaba de confirmar. Estaba allí, lo veía, lo tocaba, lo sentía. No podía estar equivocado. Y, de hecho, no lo estaba.

El problema era tan simple que, de tanto mirar, no lo veía. El problema era yo, o, mejor dicho, que no era realmente yo el que miraba, tocaba y sentía, sino la mentira que había en mí, esas lentes que filtran la realidad por el fino tamiz de nuestros miedos y nuestra debilidad, privándonos de toda la sustancia que queda al otro lado. La importancia de la perspectiva.

Ahora me doy cuenta de que lo que creía como verdad y auténtica felicidad, en realidad no era más que esa agüilla filtrada, tibia y sucia, meras excusas que justificaban mi comportamiento, para no tener que hacer nada al respecto. Hice del mundo un lugar donde protegerme del mundo. No juzgaba las cosas por cómo eran, sino por cómo a mí me gustaría que fueran. Era una trampa perfecta, cuyo engaño se perfeccionaba mientras más convencido quedaba yo de haberla superado.

El problema era tan simple que, de tanto mirar, no lo veía. El problema era yo, o, mejor dicho, que no era realmente yo el que miraba, tocaba y sentía, sino la mentira que había en mí, esas lentes que filtran la realidad por el fino tamiz de nuestros miedos y nuestra debilidad, privándonos de toda la sustancia que queda al otro lado. La importancia de la perspectiva.

Lo mágico de todo esto es que, para tan simple problema, tan simple solución. Si mirar hacia afuera resulta engañoso, lo que habrá que hacer será mirar hacia adentro. Es decir, que para conocer el mundo, primero uno ha de conocerse a sí mismo; o en los términos que aquí nos interesa, que para ser feliz no se ha de mirar a la felicidad, sino a lo que hay por encima de ella. Recordaba C. S. Lewis que “si nuestro objetivo es el cielo, la tierra se nos dará por añadidura, pero si nos centramos solo en la tierra, perderemos las dos cosas”. Lo mismo sucede con la felicidad. Los personajes de nuestro particular mundo feliz, como ya intuyó Huxley en el suyo, insisten sin embargo en su desdicha de diversas formas.

Te dirán (y te creerás) que para ser feliz te basta con desearlo, que finalmente tenemos “derecho a ser feliz”. Puedes “conseguir lo que te propongas”, “ya no hay barreras que te impidan ser lo que quieras ser”, “¡por fin podemos cambiar el mundo!” ¿Para qué complicarse la vida? ¿Para qué buscarse problemas, cuando podemos evitarlos?

Si con sus eslóganes no te convencen, te arrojarán la mentira más perfeccionada que el hombre haya inventado jamás: la estadística. Te mostrarán cuáles son los países más felices y lo que necesitas para ser feliz: una buena educación, una casa, un trabajo bien remunerado, independencia y un buen psicólogo con el que desahogar tus penas, para que sigan siéndolo… Pero ni se te ocurra preguntar por qué esos mismos países muestran los niveles más altos de suicidio y depresión, o por qué sus familias se rompen antes de empezar, o por qué sus jóvenes caen en la adicción y la desesperación, pues no tienen diagnóstico ni remedio para la verdadera enfermedad de nuestro tiempo: el vacío y la angustia interior.

Y si nada de esto es suficiente para ser feliz, siempre te quedará el último recurso, ese que nunca falla: las viejas lentes de tu alma, esa ignorancia intencionada que abrazas cada día, ese mirar para otro lado, ese anestésico de la conciencia que tantas formas toma hoy día. Ya no hay barreras que te impidan ser feliz, es cierto, pero ya no hay felicidad posible a la que aspirar. La hemos matado, empujado por el precipicio, pues hemos renunciado a lo que queda por encima de ella, es decir, lo que nos hace ser lo que somos. Recuerda que la peor de las mentiras siempre tiene un toque de verdad.

Que no te engañen, querido joven sin sentido. Para ser verdaderamente feliz, olvídate de la felicidad, renuncia a ella y céntrate en lo que importa de veras: en la Verdad misma, es decir, en tu salvación, en ser mejor cada día, en superar tus miedos, y “todo lo demás se te dará por añadidura”, incluida la felicidad más plena. Pues esta solo puede darse como consecuencia de convertirnos realmente en lo que somos.

Este es mi consejo: no vendas lo mejor que hay en ti por ser feliz, pues al hacerlo te quedas sin armas con las que luchar contra el engaño del mundo, y, por supuesto, sin felicidad. Quizás consigas vivir una vida distraída y relajada, pero habrás perdido por el camino la única vida que Dios te ha dado. Yo no quiero simplemente ser feliz, yo aspiro a la gloria eterna, y eso no hay mundo que pueda dármelo, sino solo Él y nadie más.

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Gerardo Ferrara - Expertos - ETWN

El otro día, uno de mis alumnos alzó la mano en clase para arrojarme con inocente rebeldía la pregunta por antonomasia, esa que ha acompañado al hombre a lo largo de su historia y de la que, paradójicamente, más huye el hombre de nuestro tiempo: “pero profe, ¿Cómo puede saber que eso que afirma es verdad?”.

Por un momento me pareció estar ante Pilatos, con un rostro rejuvenecido y el pelo pintado de azul, cuando le preguntaba a Jesús su histórica frase: “¿Qué es la verdad?”. Han pasado más de dos mil años y seguimos en las mismas. ¿Por qué? ¿Por qué no podemos resolver una pregunta aparentemente tan sencilla? ¿Por qué la historia parece repetirse una y otra vez? Muy sencillo: la historia se repite porque la lucha en el corazón del hombre siempre ha sido y siempre será la misma: la de la verdad frente a la mentira, la luz frente a la oscuridad, ser valiente o un cobarde, dar la cara o salir corriendo, mirar para otro lado o responder…

En honor a la verdad, he de reconocer que la pregunta hizo tambalearme por un instante, porque si bien la historia se repite, yo no soy Dios, y el silencio solo es una respuesta válida si tú resultas ser la Verdad misma. Tampoco podía evadir la pregunta, lavándome las manos de esa pegajosa responsabilidad que tanto molesta hoy día, respondiendo con falsa humildad aquello que oigo por todas partes, eso de que “la verdad es relativa”, que “cada uno tiene su verdad”, que “en realidad, todo depende”. Yo, en cambio, intento luchar contra el Pilatos que hay en mí. De esos ya tenemos muchos, hasta con el pelo pintado de azul. Solo quedaba una salida: me tocaba asumir todo el peso de la historia y responder.

Es muy posible que lo que viene a continuación no te resuelva nada en absoluto. Es más, puede que te suene a mera palabrería, una paradoja incomprensible, o peor aún, una pérdida de tiempo. Casi te invitaría a que dejaras de leer, si no fuera por un pequeño detalle. Pues bien pudiera ser que lo que viene ahora te cambie la vida para siempre. Y esto sí depende de ti, gracias a Dios, pues ¿Qué cambio de vida sería ese si fuera yo quien te la cambiara? Para ello tienes que hacer una sola cosa, aunque reconozco que es la más difícil: olvidarte de ti mismo, pues la verdad que hay en ti no está hecha para ti, sino para los demás. He aquí su primer rasgo.

Cristo mismo es la verdad. «Yo soy el Camino, La Verdad y La Vida» (Juan 14-6). Y fuera de Él no hay vida, ni salvación ni verdad alguna. El ser humano vive en una constante búsqueda de la verdad, y cuando se deja encontrar, amar, mirar por Cristo, su vida cambia por completo y como decía San Agustín: Te buscaba tanto por fuera y en verdad estabas tan dentro… Mi Corazón no descansa hasta que descanse en Tí.

¿Pero qué es la Verdad?, me preguntarás: la Verdad, querido joven sin sentido, es el secreto para dar sentido a tu vida. Sé lo que estás pensando, apenas hemos comenzado y ya te desvelo el desenlace de nuestra historia. Tranquilo, cambia ese rostro de perenne decepción que te caracteriza, porque a pesar de lo que piensas, las buenas historias comienzan por el final. De hecho, la mejor de todas ellas nos reveló el final de los finales, lo que nos espera en la siguiente vida, y no por ello la de ahora dejó de serlo. Más bien todo lo contrario.

También sé que esta respuesta no es ninguna novedad y eso te decepciona aún más, pues has hecho de lo nuevo tu verdad. Piensas que es lo nuevo lo que te salvará: una nueva escapada, una nueva casa, un nuevo trabajo, una nueva pareja… ¡La clave es reinventarse! Dime, self-made-man, ¿cómo te ha funcionado todo eso hasta ahora?

Yo, en cambio, te propongo la cosa más vieja que puedas encontrar, tan vieja como que ya estaba allí incluso antes de que el hombre fuera hombre y que le ha acompañado después durante toda su existencia. Pero a la vez es también la cosa más nueva y original, la única novedad que te renueva en lugar de distraerte, pues la Verdad seguirá presente cuando nosotros hayamos pasado.

No frunzas el ceño, ya te lo advertí. La Verdad es así, tan paradójica como tu cobarde huida, tan vieja y tan nueva como tan fácil y tan difícil. Mira, la verdad es tan fácil de comprender porque, en realidad, todos sabemos lo que es: eso que está justo ahí, como nuestra sombra, como el reflejo en el espejo, lo único de lo que no podemos escapar, pues es precisamente de lo que estamos hechos. Pero a la vez resulta que es la cosa más difícil, porque en realidad, la Verdad es mucho más grande que nosotros, justamente su segundo rasgo. Es el reflejo, sí, pero también es el espejo, la habitación, la casa entera y todo lo que hay fuera. Y tú pretendes que yo, una parte ínfima e imperfecta, te explique ese todo infinito y magnífico. ¿No será más lógico que sea el todo el que nos explique a nosotros? Otra prueba más para tu ego; pero no te detengas, sigue leyendo.

En efecto, la Verdad no se puede abarcar, y claro, mucho menos hacerle justicia con unas torpes palabras. Intentar definirla sería algo así como querer mirar al sol directamente: su resplandor nos ciega, pero sin él quedamos a oscuras. Es decir, que la Verdad no se ve directamente, pero sin ella no podemos ver. Lo que intento decirte es que la Verdad no existe para ser descrita en un artículo, ¡sino para ser vivida! Apunta este, su tercer rasgo, pero no lo hagas en un trozo de papel, sino en tu corazón.

Solía decir San Agustín que si no le preguntas qué hora es, la sabe perfectamente, pero si le preguntas por ella, no sabe qué decirte. Algo así sucede con la Verdad. Todos la conocemos y sin embargo ninguno es capaz de precisar con claridad. No te desanimes, no permitas que los árboles te impidan ver el bosque, no confundas precisión y certeza con verdad, no la reduzcas a una fórmula científica ni a una filosofía donde encajen todas tus faltas, para que tú sigas faltando. Tu vida, al igual que la Verdad, es mucho más que eso.

Si aún sigues conmigo te habrás dado cuenta de que estoy intentando convencerte de lo único que solo tú puedes convencerte. Y este es justamente el rasgo más bello que la Verdad en mayúsculas contiene y que no se observa en ninguna otra verdad: que uno solo puede llegar a Ella por sí mismo; que, como el verdadero amor, solo aparece cuando creemos en él. Por eso la Verdad se esconde, para mejorarnos, porque no quiere la vanidad del que prueba y confirma sino el amor del que busca sin descanso.

Ese es el auténtico hombre rebelde, el que alza las manos al cielo, no para cuestionar, como mi Pilatos adolescente, sino para cuestionarse, o lo que es lo mismo, para buscar la Verdad y rendirse ante Ella en una acto de absoluta entrega y libertad. Pues la Verdad no sirve de nada si no somos nosotros quien le servimos a Ella, su último rasgo.

Toda esta gran paradoja que te he ido contando solo cobra sentido cuando entendemos que no estamos aquí para preguntar sino para responder, y que dicha respuesta no significa nada si no abarca toda nuestra vida. ¡Eso sí que está a nuestro alcance! Entonces, y justo entonces, aparece ese Rostro que aún apenas intuimos, con todos sus rasgos, un Rostro vivo y real que mira nuestra perenne decepción con eterna paciencia y con eterno amor, esperando a que Le reconozcamos, para así reconocernos por fin, tal y como somos…

Y tú, joven sin sentido, ¿Qué respondes?

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He creído conveniente comenzar esta serie de artículos diciéndote quién soy, por dos sencillas razones. La primera es que se trata de una cuestión de educación y buenos modales. Llámame “old fashion”, conservador, retrógrado, o algo peor. Yo, en cambio, creo que no hay nada más moderno que dar las gracias y pedir permiso, quitarse el sombrero y abrir la puerta para dejar pasar. Porque solo cuando reconocemos a nuestro prójimo conseguimos escapar del aislamiento y el quietismo de nuestra “sagrada intimidad”, para abrirnos con asombro a la novedad de todo eso que queda fuera de nosotros, es decir, de aquello que nos trasciende. Lo contrario no es ser moderno, sino un borrego que solo se mira al ombligo, algo que está tan de moda hoy en día.

Por todo eso me resisto a perder las buenas costumbres, porque me orientan y me sostienen con firmeza sin impedirme avanzar, por mucho que este mundo me condene por ello en nombre del “santo progreso. ¡Bendito martirio! Pienso que si vamos a recorrer este camino de sentido juntos lo mejor será que te ceda el paso para contarte quién es tu compañero de viaje, así evitaremos sorpresas y malentendidos. De paso, también te suelto ya alguna que otra lección, querido joven sin sentido.

Hasta aquí la primera. Sigamos avanzando. La segunda razón por la que quiero contarte quién soy es aún más bella que la anterior, porque es más profunda y fundamental. Si vamos a hablar de verdad sobre la Verdad, como ya habrás sospechado, de ninguna manera podemos hacerlo a escondidas, protegidos tras el escudo omnipotente en forma de pantalla que la tecnología tan “providencialmente” nos trajo, otra vez, en nombre del progreso, para alivio de tus colegas modernos. Ventajas de mirarse solo al ombligo.

Tu y yo, en cambio, nos miraremos a los ojos. Y es que en realidad y aunque te pese, no hay verdad que merezca la pena si no estamos dispuestos a morir por ella. De hecho, solo hay una cosa que esta nos exige: que demos la cara sin vacilar, poniendo una mejilla y después la otra, para abrazar la cruz que nos tenga reservada. Porque déjame recordarte que la verdad “no está hecha para los sabios, sino para los humildes”, es decir, para los valientes. Joven sin sentido, ¡nos toca ser un héroe!

Pues bien, para decirte quién soy, debo contarte en qué creo y por qué creo en lo que creo, pues eso es lo que soy. No quiero confundirte más de lo que estás. Mira, tu mente se conformará con eso en lo que creo, con la naturaleza de las cosas, digamos, pero tu corazón nunca quedará satisfecho con esa mera materialidad y querrá saber mis razones, es decir, aquello que te decía que nos trasciende, aquello que no logras entender pero que sabes, si lo prefieres.

Es justo por esto que nos trasciende por lo que no te basta con la ciencia para dar sentido a tu vida, por mucho que te empeñes en poner toda tu vida en sus manos (quiero decir, en sus fórmulas). Por esto también tu mejor amigo te conoce mejor que tu psicólogo, por muchos títulos que este último tenga. Por esto tu madre sabe que algo va mal con solo una mirada, porque te conoce con el corazón, es decir, ¡porque te ama! ¡He aquí el secreto! Yo aspiro a amarte, querido joven sin sentido, porque quiero conocerte de verdad. Por eso me presento y te abro mi corazón antes de abrirte mi mente.

Soy cristiano porque Cristo es la única Verdad que pone a mi orgullo en ayunas; la única que llena ese vacío que el mundo solo puede dejar para más tarde; la única que me libera realmente al obligarme a responder quién soy, en lugar de responder por mí.

¿Que quién soy?, soy un joven que cree; “¿en qué?”, me preguntarás; desde luego no en tu progreso, yo prefiero creer en la meta, en mi propósito, en mi último destino, es decir, en la Verdad; “¿qué verdad?”, insistes cada vez más confundido; en la Verdad con mayúsculas, la única que me libera infinitamente, porque su amor es infinito.

Pero no nos adelantemos, aún nos estamos conociendo y ya sabes que me gusta respetar los tiempos. Solo te daré un anticipo. Te prometo que todo irá tomando forma poco a poco. Ten fe. Como te decía, yo soy un joven que cree… en Él; es decir, soy un joven cristiano. Y mis razones te las presento a continuación, de corazón a corazón:

Soy cristiano porque creo en la Verdad como forma de vivir y encarar la vida; mi filosofía no es una escapatoria en forma de abstracción sino una Pasión que me liga con lo real, un Cuerpo que puedo ver con mis ojos, tomar con mi boca y sentir en la más profunda intimidad de mi ser.

Soy cristiano porque Cristo es la única Verdad que pone a mi orgullo en ayunas; la única que llena ese vacío que el mundo solo puede dejar para más tarde; la única que me libera realmente al obligarme a responder quién soy, en lugar de responder por mí.

Soy cristiano porque creo que soy lo que amo, y amando lo que me supera, me supero. También soy cristiano porque Dios me ama incondicionalmente, ¡pero me quiere santo!; porque de nada sirve que yo ame si no amo como un héroe; y porque, en realidad, no puedo amar si no vivo buscándolo hasta el fin de mis días.

Soy cristiano porque rezar es la mejor forma de recordar que no solo existo sino que soy, de enterrar a mi ego y de gritarle “¡AHORA NO!” a mis miedos, de servirme de la razón en lugar de ser su esclavo, y de hacer del sufrimiento la semilla de mi redención.

Soy cristiano porque quiero ser un hombre y no un fantasma; porque creo que el valiente no es el que confirma, sino el que entrega su vida por lo que cree; porque las verdades más importantes no se entienden si no es por la fe; y porque lo que no doy, me lo quito, pues lo mejor que hay en mí no está hecho para mí, sino para los demás.

Pero, sobre todo, soy cristiano por la gracia de Dios, pues nada de esto se me hace posible si no es por Él…

¡Amén!

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Examen al joven sin sentido es un libro que trata de ti y de mí, pero, sobre todo, trata de lo que no somos. No somos nuestros miedos ni nuestras buenas intenciones, los atajos que tomamos ni la mentira que abrazamos diariamente. Tras todo esto se encuentra lo que somos, la verdad de nuestro ser y la única libertad que nos libera realmente. Este libro solo tiene un propósito: que tú, joven sin sentido, superes la inercia de un mundo que te arrastra con él a la deriva para que recuperes lo que es tuyo y así, puedas llenar tu vida, finalmente, de sentido. He aquí un breve fragmento del mismo:

Hace unos meses, poco antes de comenzar a escribir estas líneas, volvía a leer El hombre en busca de sentido, esa obra magistral que Victor Frankl regaló al mundo para provecho de muchos. Siempre encuentro apasionante redescubrir cómo el hombre, incluso cuando se ve sometido a las circunstancias más insoportables para su humanidad, es capaz de encontrar dentro de él la fuerza que le permite continuar, el valor para decir «sí» a la pregunta sobre si la vida tiene o no sentido, un «no sé qué divino» que ya intuyó el santo de Hipona y que le saca de las entrañas del infierno para hacerle dueño de su libertad, sin que nada ni nadie se la pueda arrebatar.

Y es que no hay quien pueda privar al hombre de lo que le hace hombre, pues no es la vida como existencia lo que le define, sino la posibilidad de arriesgarla y, llegado el momento, entregarla libremente por aquello que es mucho más grande que ella misma: por la Verdad. Solo entonces encontramos algo por lo que vivir.

Más sorprendente aún que el testimonio del gran héroe austríaco me resulta comprobar cómo tú, joven sin sentido, a diferencia de aquel hombre que lo dio todo cuando nada le quedaba, te niegas a hacer nada teniéndolo ahora todo. Con todo a tu favor, nos demuestras que no hay mayor enemigo para tu libertad que tú mismo, que no estás condenado a esa desidia que te acompaña y que te asfixia cada vez más por el simple hecho de haber nacido, sino que eres tú y nadie más el responsable de tu desgracia porque te niegas a nacer de nuevo.

Este es el joven moderno sin sentido, un joven que lo tiene todo pero que no es absolutamente nada; un joven distraído por lo mucho que posee en su exterior, y carcomido por la angustia de su vacío interior, la verdadera enfermedad de nuestro tiempo; un joven que pretende cobrar su fortuna vendiendo los valores más nobles de su juventud. Pero la felicidad no se puede comprar, pues ésta es «la consecuencia de dar lo mejor de nosotros mismos por la verdad». ¡Por la verdad! Cualquier otra ambición no es más que el triunfo del ego y el fracaso de la libertad real del hombre, pues quien vive para uno mismo no vive, sino que agoniza.

Puesto que nadie nos puede arrebatar nuestra libertad, como demostró Frankl, tampoco nosotros podemos escapar de ella. Por eso la vida es «pura exigencia», es ejercer en todo momento esa responsabilidad que nos viene impuesta, porque eso es lo que somos. ¡La libertad se nos concede porque debemos ponerla a servir! y en el momento en que rechazamos este deber, el único que nos libera, negamos también ese derecho al sentido que tanto anhelamos.

Este es el joven moderno sin sentido, un joven que lo tiene todo pero que no es absolutamente nada; un joven distraído por lo mucho que posee en su exterior, y carcomido por la angustia de su vacío interior, la verdadera enfermedad de nuestro tiempo; un joven que pretende cobrar su fortuna vendiendo los valores más nobles de su juventud. Pero la felicidad no se puede comprar.

Durante muchos años, también yo hice de mi vida un esfuerzo continuo por evitar enfrentarme a esta verdad. Por miedo a descubrir qué era lo que Ella quería de mí, me empeñé en hacer de Ella lo que yo quería. Me negaba a tener que cargar con esa cruz cuando podía marchar libremente a «inventarme a mí mismo», el último de los lemas redentores. Pero pronto aprendí que la vida no se hace, a la vida uno se entrega. Mi vida estaba llena, pero a mí me faltaba ese último empuje que el ego rechaza y que la razón es incapaz de acometer. Me faltaba la fe.

Sin la fe en la Verdad, mi mente andaba confundida y mi alma partida en dos: todo lo que amaba y me llenaba de sentido aparecía como indemostrable y, por tanto, como algo falso a lo que debía renunciar; todo lo que podía confirmar como cierto, lo encontraba vacío e irrelevante. Entendí finalmente que no había mucho que entender, ¡que aquí había que morir! Me tocaba creer para demostrar, y no al revés. Pues la Verdad tiene ese punto necesario de misterio, resulta evidente en lo insignificante e imposible de concretar en lo que más importa; pone como condición un sacrificio que crece según nos acercamos más a ella; nos exige que creamos allí donde más imprescindible resulta, pues ha de quedar espacio para que la fe imprima el valor en ella, y en nosotros. Sirva como ejemplo lo más real y esencial de nuestra existencia, aquello que nadie puede cuestionar, pero tampoco probar: el amor. Solo cuando confiamos en él, se convierte en la cosa más cierta e indestructible que tenemos, tan pronto como lo intentamos confirmar, desaparece. Porque no es el conocimiento que encierra la verdad, sino el amor que se desprende de ella lo que hace que esta merezca la pena. Por eso, conocerse y entregarse son, en el fondo, la misma cosa…

De toda esta larga e interminable lucha por saber quién soy, nada ha sido tan difícil como admitir que para ser libre, he de vivir de rodillas ante la Verdad; que para llegar a vislumbrar su esquivo reflejo, no me basta con aceptarla, sino que he de amarla con todo mi ser; y que la única manera de ser merecedor de mi humanidad es aspirando una y otra vez a lo divino que hay en mí.

Ahora todo ha cambiado. Desde esta nueva altura veo con claridad el camino y atisbo la meta en el lejano horizonte. Ya no me confunde la visión distorsionada que por tanto tiempo mi orgullo me ofreció; ya no me entorpecen las distracciones mundanas con las que tantas veces tropecé y en las que mi deseo y mi debilidad se aliaban contra mí; ya no hay miedo que me impida continuar cuando el camino se estrecha y la noche oscura cae sobre mí, llenándolo todo.

Ahora solo queda caminar. Caminar con pisada confiada en aquello que ni veo ni escucho, pero que creo, sabiendo que esta vez encontraré suelo firme bajo mis pies. Caminar con rumbo cierto, pues ya no es la titubeante brújula de una razón acobardada la que manda en mí, sino «el argumento de esas cosas que no aparecen en la mente», pero que se esperan en el corazón. Caminar para amar desde la Verdad, pues, ¿de qué otra cosa sirve esta si no soy yo quien le sirve a ella?

No es quién soy lo que se pregunta el hombre libre, sino para quién soy. Esa es la pregunta al final del camino, la luz que ilumina nuestra vida y que revela la verdad de lo que somos. La primera nos clava en la cruz de nuestro ser, pero la segunda retira la piedra que nos separa de la auténtica salvación.

Antes era mi amor propio el motivo de mi insomnio, ahora es la Verdad la fuente que llena, finalmente, mis días de sentido.

¡Resurrección!

 

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