Hoy te traigo una terrible noticia, de esas que a nadie le pasan desapercibidas porque nos afectan a todos por igual. Es una especie de intuición que tengo y que se ha ido acentuando con el tiempo hasta quitarme el sueño. Tan peligrosa resulta que, de consumarse, pondría a todo ser humano al borde del precipicio, sin posibilidad de vuelta atrás. El titular es el siguiente: El mundo es cada vez más feliz.
Sé que piensas que bromeo, pero nunca he hablado más seriamente, aunque entiendo que te debo una explicación. Pero antes que nada, hemos de retroceder un poco, no solo para alejarnos del abismo sino también para ganar algo muy importante: perspectiva. Ahora me entenderás. Primero he de contarte algo que te sucederá a ti también, tarde o temprano.
Cuando uno se convierte, todo cambia a su alrededor. Todo comienza a tener otra luz, un carácter distinto, una nueva tonalidad o expresión. Digamos que el converso desarrolla una especie de intuición o lucidez especial, que si bien parece algo difícil de creer, pasa por ser la cosa más natural del mundo. En realidad, lo que ha cambiado no es el mundo, sino el converso. Un ejemplo nos ayudará a entender mejor esta nueva visión de la que te hablo.
Imagínate que al nacer te colocaron una especie de lentillas que convierten todo lo que miras en su opuesto. Cuando ves una mesa en realidad estás mirando una silla; lo que parece un desierto es, sin embargo, un frondoso bosque, y ese océano no es más que un pequeño vaso de agua, aunque te ahogues en él.
Pero seguramente exagero. ¿Quién se dejaría engañar de esa forma, no es cierto? Como toda gran mentira, esta es mucho más sutil y, por ello, mucho más peligrosa y dañina. Déjame intentarlo una vez más: cuando te cruzas con un cura y crees ver a un pobre esclavo, en realidad te topaste con la libertad hecha persona; esa manifestación en favor de tus derechos en realidad envía a tu propio hijo al matadero, mientras que a tu perro lo (mal)tratas con cuidado filial; el pobre no te mira para incomodarte sino para ofrecerte tu redención gratuitamente; te dejas la vida en lo que no tiene importancia para despreciar lo único que importa, la vida misma; y cuando crees hacer el bien, en realidad… Me sigues, ¿verdad?
Tranquilo, no te colocaron unas lentillas al nacer, pero lo que sí es cierto es que uno ve el mundo como uno es, lo que no quiere decir que el mundo sea como uno lo ve. De lo contrario, habría tantos mundos como pares de ojos. Yo recuerdo estar tan convencido como tú de que el mundo era de una forma y de que yo estaba aquí para ser feliz. Y, mientras más lo estudiaba, más me reafirmaba en mis pobres convicciones. No cabía más verdad que la que experimentaba por mí mismo y que mi propia razón se encargaba de confirmar. Estaba allí, lo veía, lo tocaba, lo sentía. No podía estar equivocado. Y, de hecho, no lo estaba.
El problema era tan simple que, de tanto mirar, no lo veía. El problema era yo, o, mejor dicho, que no era realmente yo el que miraba, tocaba y sentía, sino la mentira que había en mí, esas lentes que filtran la realidad por el fino tamiz de nuestros miedos y nuestra debilidad, privándonos de toda la sustancia que queda al otro lado. La importancia de la perspectiva.
Ahora me doy cuenta de que lo que creía como verdad y auténtica felicidad, en realidad no era más que esa agüilla filtrada, tibia y sucia, meras excusas que justificaban mi comportamiento, para no tener que hacer nada al respecto. Hice del mundo un lugar donde protegerme del mundo. No juzgaba las cosas por cómo eran, sino por cómo a mí me gustaría que fueran. Era una trampa perfecta, cuyo engaño se perfeccionaba mientras más convencido quedaba yo de haberla superado.
El problema era tan simple que, de tanto mirar, no lo veía. El problema era yo, o, mejor dicho, que no era realmente yo el que miraba, tocaba y sentía, sino la mentira que había en mí, esas lentes que filtran la realidad por el fino tamiz de nuestros miedos y nuestra debilidad, privándonos de toda la sustancia que queda al otro lado. La importancia de la perspectiva.
Lo mágico de todo esto es que, para tan simple problema, tan simple solución. Si mirar hacia afuera resulta engañoso, lo que habrá que hacer será mirar hacia adentro. Es decir, que para conocer el mundo, primero uno ha de conocerse a sí mismo; o en los términos que aquí nos interesa, que para ser feliz no se ha de mirar a la felicidad, sino a lo que hay por encima de ella. Recordaba C. S. Lewis que “si nuestro objetivo es el cielo, la tierra se nos dará por añadidura, pero si nos centramos solo en la tierra, perderemos las dos cosas”. Lo mismo sucede con la felicidad. Los personajes de nuestro particular mundo feliz, como ya intuyó Huxley en el suyo, insisten sin embargo en su desdicha de diversas formas.
Te dirán (y te creerás) que para ser feliz te basta con desearlo, que finalmente tenemos “derecho a ser feliz”. Puedes “conseguir lo que te propongas”, “ya no hay barreras que te impidan ser lo que quieras ser”, “¡por fin podemos cambiar el mundo!” ¿Para qué complicarse la vida? ¿Para qué buscarse problemas, cuando podemos evitarlos?
Si con sus eslóganes no te convencen, te arrojarán la mentira más perfeccionada que el hombre haya inventado jamás: la estadística. Te mostrarán cuáles son los países más felices y lo que necesitas para ser feliz: una buena educación, una casa, un trabajo bien remunerado, independencia y un buen psicólogo con el que desahogar tus penas, para que sigan siéndolo… Pero ni se te ocurra preguntar por qué esos mismos países muestran los niveles más altos de suicidio y depresión, o por qué sus familias se rompen antes de empezar, o por qué sus jóvenes caen en la adicción y la desesperación, pues no tienen diagnóstico ni remedio para la verdadera enfermedad de nuestro tiempo: el vacío y la angustia interior.
Y si nada de esto es suficiente para ser feliz, siempre te quedará el último recurso, ese que nunca falla: las viejas lentes de tu alma, esa ignorancia intencionada que abrazas cada día, ese mirar para otro lado, ese anestésico de la conciencia que tantas formas toma hoy día. Ya no hay barreras que te impidan ser feliz, es cierto, pero ya no hay felicidad posible a la que aspirar. La hemos matado, empujado por el precipicio, pues hemos renunciado a lo que queda por encima de ella, es decir, lo que nos hace ser lo que somos. Recuerda que la peor de las mentiras siempre tiene un toque de verdad.
Que no te engañen, querido joven sin sentido. Para ser verdaderamente feliz, olvídate de la felicidad, renuncia a ella y céntrate en lo que importa de veras: en la Verdad misma, es decir, en tu salvación, en ser mejor cada día, en superar tus miedos, y “todo lo demás se te dará por añadidura”, incluida la felicidad más plena. Pues esta solo puede darse como consecuencia de convertirnos realmente en lo que somos.
Este es mi consejo: no vendas lo mejor que hay en ti por ser feliz, pues al hacerlo te quedas sin armas con las que luchar contra el engaño del mundo, y, por supuesto, sin felicidad. Quizás consigas vivir una vida distraída y relajada, pero habrás perdido por el camino la única vida que Dios te ha dado. Yo no quiero simplemente ser feliz, yo aspiro a la gloria eterna, y eso no hay mundo que pueda dármelo, sino solo Él y nadie más.

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