Hilaire Belloc y los retos del cristianismo contemporaneo
Gerardo Ferrara - Expertos - ETWN

Un gran intelectual

Hilaire Belloc (1870-1953) fue un gran investigador, novelista, humorista y poeta británico. De origen francés, estudió en Oxford, sirvió durante algún tiempo en la artillería de Francia y más tarde, en 1902, tomó la ciudadanía británica. Fue miembro del Parlamento desde 1906 hasta 1910, año en que, debido a su creciente insatisfacción con la política británica, se retiró a la vida privada.

Belloc fue famoso, junto con otros autores, especialmente Gilbert Keith Chesterton (a Chesterton y Belloc se les llamaba los “Chestertonbelloc” por su cercanía humana e intelectual y por su intensa colaboración), por los debates que mantuvieron durante muchos años con varios intelectuales ingleses sobre temas relacionados con la fe cristiana y la cultura.

Algunos de los ensayos más famosos de Hilaire Belloc son El Estado servil (1912), Europa y la fe (1920), Isabel de Inglaterra, hija de las circunstancias (1922), Las grandes herejías (1936).

Característica del pensamiento de Belloc es la visión de la civilización de Occidente, y el concepto mismo de Europa moderna, como fundados en la combinación armoniosa de los principios espirituales cristianos y del sistema de pensamiento grecorromano. Cualquiera que sea la crisis, el desafío o el problema al que se enfrente el mundo occidental, las causas y las soluciones deben buscarse y encontrarse al interior de esta misma combinación de pensamiento de los principios espirituales cristianos y del sistema de pensamiento grecorromano.

El reto del pensamiento: las grandes herejías

Una ópera muy importante de Hilaire Belloc es el libro de 1936 Las grandes herejías.

En ello, Belloc identifica cinco grandes herejías del cristianismo que, en su análisis, resultan haber producido algunos de los peores males en la historia de la humanidad, porque, como recordábamos, la civilización occidental tiene sus raíces en el cristianismo pero también se ha difundido en todo el mundo. No parece excesivo, de hecho, afirmar que la mala interpretación de la verdad cristiana, o de ciertas partes de ella, afecta a toda la humanidad.

¿Pero qué es una herejía? La palabra deriva del latín haerĕsis, a su vez derivado del griego αἵρεσις, que significa “elección”, “opción”. El verbo principal, en griego, es αἱρέω, “elegir”, “separar”, “recoger” o incluso “quitar”.

Un hereje, pues, no es aquel que propugna una verdad totalmente diferente de la proclamada por la doctrina oficial contra la cual se arroja, sino alguien que cuestiona solo una parte de esa verdad. De hecho, Hilaire Belloc, definió la herejía como un fenómeno que tiene la característica de destruir no toda la estructura de una verdad, sino solo una parte de ella y, al extrapolar un componente de la misma verdad, deja un vacío o lo reemplaza con otro axioma.

Primera herejía: el arrianismo

La primera de las herejías que Belloc analiza en su libro es el arrianismo, que consiste en la racionalización y simplificación del misterio fundamental de la Iglesia: la Encarnación y la divinidad de Cristo (Jesús, verdadero hombre y verdadero Dios) y, por lo tanto, cuestiona la autoridad sobre la cual se funda la Iglesia misma.

Se trata esencialmente de un “ataque al misterio”, o sea una agresión contra lo que se considera el misterio de los misterios, ya que se pretende bajar al nivel del intelecto humano lo que, en cambio, va mucho más allá de la comprensión y visión limitadas del hombre.

El Concilio de Nicea (325) elaboró ​​un “símbolo”, es decir una definición dogmática relacionada con la fe en Dios, en la cual aparece el término ὁμοούσιος (homooùsios = consustancial con el Padre, literalmente “de la misma sustancia”), que se atribuye a Cristo.

Esta definición constituye la base dogmática del cristianismo oficial. El “Símbolo de Nicea” contrastaba fuertemente con el pensamiento de Arrio, quien en cambio predicó la creación del Hijo por el Padre y por lo tanto negó la divinidad de Cristo y la transmisión de los atributos divinos del Padre al Hijo y al cuerpo místico de Ésta, o sea la Iglesia y sus miembros.

Segunda herejía: el maniqueísmo

La segunda herejía que identifica Belloc es el maniqueísmo, fundamentalmente un ataque a la materia y a todo lo que concierne al cuerpo (los albigenses son un ejemplo de esta herejía): la carne es vista como algo impuro y cuyos deseos siempre se tienen que combatir.

Tercera herejía: la Reforma protestante

La Reforma protestante, es decir la tercera de las cinco grandes herejías individuadas por Belloc, es un ataque contra la unidad y la autoridad de la Iglesia, más que contra la doctrina de por sí, lo que produce una serie de herejías más.

El efecto de la Reforma protestante en Europa es la destrucción de la unidad del continente.

Hasta entonces, en efecto, estaba vigente el concepto de Res Publica Christiana, que, en la Edad Media, era la forma de definir Europa, según la expresión acuñada por Federico II.

Este concepto era la culminación de esa fusión entre la civilización grecorromana y la religión cristiana de la que hablábamos y que tenía como elementos unificadores el Imperio como institución política, el derecho romano como derecho común (jus), el latín como lengua de cultura y comunicación supranacional y el cristianismo (católico romano) como religión.

Todos los pueblos europeos estaban unidos en la mentalidad general y, sobre todo, en la fe religiosa. Con la Reforma, en cambio, cada referencia a la universalidad, a la catolicidad, se reemplaza por el criterio de nación y etnia (cuius regio, eius religio), con consecuencias evidentes y catastróficas que culminaron en el nacional-socialismo.

Cuarta herejía: el modernismo

La cuarta herejía, según Belloc, es la más compleja. Podría llamarse modernismo, pero el término alogos puede ser otra definición posible de ella, ya que aclara cuál es el corazón de esta herejía: no existe una verdad absoluta, a menos que no sea empíricamente demostrable y medible.

El punto de partida, como en el arrianismo, siempre es la negación de la divinidad de Cristo, precisamente por la incapacidad de comprenderlo o definirlo empíricamente, pero el modernismo va más allá, y en esto también puede llamarse positivismo: se identifican, pues, como positivos o reales solamente los conceptos científicamente probados: todo lo que no se puede demostrar simplemente no existe.

Esta herejía se basa esencialmente en una suposición fundamental: solo se puede aceptar lo que se puede ver, comprender y medir. Es un ataque no solamente al cristianismo pero también a la base misma de la civilización occidental, que es una derivación de este, un ataque a las raíces “trinitarias” de Occidente, donde con trinitarias no hacemos referencia a la Santísima Trinidad, sino a ese vínculo trinitario e inseparable que los griegos ya habían identificado entre la verdad, la belleza y la bondad. Sin embargo, como no es posible realizar un ataque contra una de las personas de la Trinidad sin atacar a las demás, de la misma manera no se puede pensar en cuestionar, por ejemplo, el concepto de verdad sin perturbar los de belleza y bondad.

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Belloc escribe que las cuatro herejías enumeradas hasta ahora tienen todas unos factores comunes: provienen de la Iglesia católica.

Efectos de las primeras cuatro herejías

Sus heresiarcas eran católicos bautizados; casi todas se han extinguido, desde un punto de vista doctrinal, en unos pocos siglos (las Iglesias protestantes, nacidas de la Reforma, aunque siguen existiendo, sin embargo conocen una crisis sin precedentes, excepto la pentecostal) pero sus efectos persisten en el tiempo, de manera sutil, contaminando el sistema de pensamiento de una civilización, la mentalidad, las políticas sociales y económicas, la visión misma del hombre y sus relaciones sociales.

Algunos efectos del arrianismo y del maniqueísmo, por ejemplo, todavía influencian cierta teología católica, así como otros de la Reforma, que pueden ser el ataque constante a la autoridad central y la universalidad de la Iglesia.

La consecuencia extrema de las ideas de Calvino, además,  lleva a la negación del libre albedrío y de la responsabilidad de las acciones humanas ante Dios y ha convertido al hombre en esclavo de dos entidades principales: el Estado en primer lugar y las corporaciones supranacionales privadas en segundo.

Quinta herejía: el islam

Belloc, en la línea de autores cristianos como Juan Damasceno, afirma que el islam  es una herejía cristiana, y además la más particular y formidable entre ellas, siendo completamente similar al docetismo y al arrianismo, al querer simplificar y racionalizar máximamente, según criterios humanos, el misterio insondable de la Encarnación (produciendo una degradación cada vez mayor de la naturaleza humana, que ya no está vinculada de ninguna manera con lo divino), y con el calvinismo, al dar un carácter predeterminado de Dios a las acciones humanas.

Sin embargo, si bien la “revelación” predicada por Mahoma comenzó como una herejía cristiana, su vitalidad y durabilidad inexplicables pronto le dieron la apariencia de una nueva religión, una especie de “post-herejía”. De hecho, el islam se diferencia de otras herejías por el hecho de que no nació en el mundo cristiano y porque su heresiarca no era un cristiano bautizado, sino un pagano que de repente hizo propias unas ideas monoteístas (una mezcla de doctrina heterodoxa judía y cristiana con pocos elementos paganos presentes en Arabia) y comenzó a difundirlos.

La base fundamental de la enseñanza de Mahoma es, en el fondo, lo que el cristianismo y el judaísmo siempre han profesado: solo hay un Dios. Desde el pensamiento judeocristiano, el islam también extrapoló los atributos de Dios, la naturaleza personal, la bondad suprema, la atemporalidad, la providencia, el poder creativo como origen de todas las cosas; la existencia de los espíritus buenos y de los ángeles, así como de los demonios rebeldes a Dios encabezados por Satanás; la inmortalidad del alma y la resurrección de la carne, la vida eterna, el castigo y la retribución después de la muerte.

El reto del capitalismo y del socialismo

Siempre con otros autores de la época, como el mismo G. K. Chesterton, Belloc fue un ardiente partidario del distributismo, una sistema socioeconómico elaborado para aplicar los principios de la doctrina social de la Iglesia católica enraizados en la experiencia benedictina (ora et labora) y expresados primero por el papa León XIII en la encíclica Rerum Novarum y luego por Pío XI en Quadragesimo Anno.

Según la doctrina del Distributismo, la propiedad de los medios de producción debe distribuirse lo más ampliamente posible entre la población en general, en lugar de estar centralizada bajo el control del estado (lo que pasa en el socialismo) o de unos pocos individuos ricos (en el capitalismo). Según Belloc, ambos fenómenos, el socialismo y el capitalismo, son un producto de las sociedades occidentales modernas y sin embargo, a pesar de sus proclamas que ensalzan las libertades, han sometido a la masa de los individuos a una nueva esclavitud. Y si bien estos dos modelos son básicamente antitéticos, tienen un elemento que los asemeja, es decir la expropiación de la libertad del ciudadano que ambos operan por igual: el socialismo con la subsistencia y el bienestar garantizados (esclavitud al estado); el capitalismo con el consumo de bienes que bienes que se proponen como necesarios y que muchas veces no lo son pero que, de hecho, obligan al hombre a desearlos cada vez más, hasta convertirse en esclavo de ellos (esclavitud a las corporaciones supranacionales privadas).

Un ejemplo práctico de la doctrina distributista es el deseo de que, a diferencia del socialismo (que no permite a las personas poseer bienes y sobre todo medios de producción) y del capitalismo (en el que unos pocos poseen la mayoría de los bienes disponibles), la mayoría de los ciudadanos sean propietarios de la casa en la que viven, de la tierra y de las herramientas necesarias para trabajarla. De hecho, el concepto de mayor y más amplia distribución de la propiedad no se extiende a todos los bienes, sino sólo a los medios de producción y al trabajo que producen riqueza y las cosas necesarias para que el hombre sobreviva.

El Distributismo, descrito a menudo como una tercera vía alternativa al socialismo y al capitalismo, se resume en el postulado de Chesterton: “Demasiado capitalismo no significa demasiados capitalistas, sino demasiado pocos capitalistas”.

Todos estos principios que analiza Belloc, aunque elaborados entre los siglos XIX y XX, representan muy bien algunos de los mayores retos del cristianismo contemporáneo, ya que están a la base de unas derivas económicas y del pensamiento de la sociedad occidental del mundo de hoy.

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Hombre vivo caminando

Dead man walking (“Hombre muerto caminando” o «Pena de muerte» en los países hispanos) es una película estadounidense de 1995, basada en la historia real de la hermana Hellen Prejean, consejera espiritual de Mathew Poncelet, un homicida condenado a muerte en Louisiana. En las cárceles de Estados Unidos, la expresión “hombre muerto caminando” se refiere, a un preso que está encarcelado en el ala especial de la prisión, reservada a los condenados a muerte, y que realiza su último viaje caminando desde su celda hasta el lugar de ejecución.

Si lo pensamos bien, y más hoy en día, ¡cuántos hombres muertos caminando hay en el mundo!, personas que no solamente estás sufriendo injusticias, enfermedades, pérdidas de seres queridos sino que ya no creen, no esperan y no aman nada.

Hombre vivo

Es por eso que se necesitan hombres vivos caminando en el mundo, y esta es, pues, la definición perfecta para el hombre cristiano, ya Hombre Vivo por excelencia, “que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos”. En la literatura encontramos dos excelentes ejemplos de tales hombres vivos: El idiota, del autor ruso Fiódor Dostoyevski, y el Manalive (Hombre vivo) del inglés Gilbert K. Chesterton. Los protagonistas de las dos novelas son personajes bastante ingenuos y excéntricos, pero muy compasivo, y especialmente Innocent Smith, el Hombre vivo de Chesterton, que consigue cambiar a mejor las situaciones las vidas de las personas con las que se cruza, a pesar de estar injustamente acusado de diversos delitos, simplemente porque es un hombre feliz que desea transmitir a los demás la alegría de su propia vida.

No sólo “Hombre vivo”, pues, sino “caminando”. Caminar, de hecho, era también típico de ese Hombre vivo que se desplazaba a pie por Galilea, Judea y Samaria hasta Jerusalén, haciendo el bien y curando a los oprimidos. Y este concepto ha sido asimilado por la antropología cristiana, que da a la peregrinación un significado no diferente, sino más rico y complejo que en la tradición judía.

Efectivamente, en el cristianismo la peregrinación ya no es sólo el desplazamiento de un punto a otro, sino la vida misma, una peregrinación física y espiritual por los caminos del mundo.

Ya en la Edad Media, al hombre cristiano se le consideraba homo viator, es decir, peregrino por definición, un ser que continuamente consagraba y re-consagraba, y no solamente a sí mismo, sino también los caminos sagrados que recorría (como el de Santiago de Compostela, la Vía Francígena o los caminos hacia Jerusalén). Sin embargo, no era tanto el hombre el que se sacralizaba con la peregrinación, sino todo lo contrario: el hombre nuevo, convertido en templo de Dios y cuerpo del Hombre vivo, era el instrumento de una teofanía, de una manifestación de lo divino, a través de las oraciones y del camino que recorría, es decir como Jesús pasaba haciendo el bien.

Hombre vivo que camina

Y esto puede relacionarse con el concepto antropológico de espacio (kaos) que se distingue del lugar (kosmos) precisamente por la presencia, en el kosmos, de lo sagrado, por lo que lo en un principio sería salvaje, lleno de demonios y supersticiones, inexplorado e incivilizado se convierte en consagrado a Dios, civilizado, bien ordenado, gobernado, seguro. A los caminos sagrados y los santuarios de la Europa medieval, por eso,  se los consideraba arterias de civilización y sacralidad en una tierra que, sin ellos, se quedaría bárbara. Pero esas arterias se hubiesen quedado vacías sin la sangre que corría por ellas, es decir los peregrinos, los Hombres vivos, la Vida.

Sin embargo, en un determinado momento de la historia, entre los siglos XIV y XV, las grandes peregrinaciones medievales, símbolo de una devoción de masas, de una teofanía de masas, dieron paso a un concepto que no las sustituyó, sino que las integró en la vida cotidiana: la devotio moderna, es decir, ese movimiento de renovación espiritual de los siglos XIV y XV que pretendía construir una religiosidad más íntima y subjetiva, una “espiritualidad individual”, frente a la piedad colectiva de la Edad Media. El “nosotros” se hace “yo”.

La devotio moderna, cuyo nacimiento se debe en particular a Geert Groote (1340-1384), diácono y predicador católico holandés, que tuvo como Magna Charta el libro La imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, y que se centraba en la importancia del recogimiento individual y la oración, con la lectura personal de la Biblia y la imitación de Cristo en la vida ordinaria. De hecho, este movimiento, además de impulsar una reforma de la vida religiosa y de la formación individual, se concentró también en el apostolado de los laicos, extendiéndose desde Holanda a Bélgica, Alemania y Francia, llegando después a España e Italia, influyendo en algunos de los pilares de la Contrarreforma católica: el beato Jan van Ruusbroec, en Bélgica; santa Teresa de Ávila, san Juan de la Cruz y san Ignacio de Loyola, en España; san Felipe Neri, en Italia; san Francisco de Sales, en Francia.

¿Qué tienen en común todas estas grandes figuras que acabamos de enumerar?

Pues bien, son portadores de un mensaje antiguo, pero nuevo para la época: se puede ser santo sin ser sacerdote ni monje, pero también laico, en la vida cotidiana. Basta con ser un hombre vivo y caminar, o mejor dicho, pasar por el mundo viviendo su propia condición de hombre casado, trabajador, artista, profesional, etc. de forma santa y alegre. Ejemplo de ello fue, en particular, San Felipe Neri, quien fundó el Oratorio, cuya definición, de la palabra latina os, boca, indica la relación íntima, boca a boca, entre Dios y e hombre (en el cual Dios insufla aliento de vida), una relación diaria que  se caracteriza también por los encuentros de oración que este santo tenía con sus amigos, en las que se trataba familiarmente la Palabra de Dios y se compartía, y en las cuales los laicos eran parte activa, y no sólo pasiva (como durante las homilías de misa). Y hay que decir que el propio san Felipe, cuando “desarrollo” el Oratorio, era un laico.

Expertos EWTN - Hombre vivo Caminando - Gerardo Ferrara - Dead man walking

La santidad en lo cotidiano

Este concepto fue retomado también primero por San Francisco de Sales (considerado sucesor ideal de San Felipe Neri, ya que fue el primer oratoriano fuera de Italia) y, siglos después, por el fundador del Opus Dei, san Josemaría Escrivá de Balaguer, gran admirador de san Felipe Neri y san Francisco de Sales, y, por último, por el mismo Concilio Vaticano II. Leemos, de hecho, en la Exhortación Apostólica post-sinodal Christifideles Laici, de San Juan Pablo II:

«Los fieles laicos participan en el oficio sacerdotal. [—] Dice el Concilio hablando de los fieles laicos: «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso espiritual y corporal, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo, [—] como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran a Dios el mundo mismo». La participación en el oficio profético de Cristo [—] «habilita y compromete a los fieles laicos a acoger con fe el Evangelio y a anunciarlo con la palabra y con las obras, sin vacilar en denunciar el mal con valentía. [—] Son igualmente llamados a hacer que resplandezca la novedad y la fuerza del Evangelio en su vida cotidiana, familiar y social, como a expresar, con paciencia y valentía, en medio de las contradicciones de la época presente, su esperanza en la gloria «también a través de las estructuras de la vida secular». Por su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los fieles laicos participan en su oficio real y son llamados por Él para servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia. [—] Pero los fieles laicos están llamados de modo particular para dar de nuevo a la entera creación todo su valor originario. Cuando mediante una actividad sostenida por la vida de la gracia, ordenan lo creado al verdadero bien del hombre, participan en el ejercicio de aquel poder, con el que Jesucristo Resucitado atrae a sí todas las cosas y las somete, junto consigo mismo, al Padre, de manera que Dios sea todo en todos.»

Como vemos, la Exhortación Apostólica de San Juan Pablo II y el Concilio Vaticano II recogen perfectamente los conceptos expresados anteriormente y de los que han sido tan mensajeros los santos que hemos mencionado, para que todo hombre sea Hombre vivo y Homo sapiens. El ser humano, en efecto, está hecho de tierra (humus), pero también es sapiens (de la palabra latina sapere, que en un principio indica, más que el conocimiento, la sabiduría, es decir tener y dar sabor). Yo diría que si, como recomienda Pablo en su Carta a los Hebreos, nos fijamos en el desenlace de la vida de nuestros guías e imitamos su fe, podemos observar tres ingredientes básicos que pueden ayudarnos a nosotros también a ser Hombres vivos caminando y Homini sapientes (o sea plenamente humanos, pero también plenamente divinos, reyes profetas y sacerdotes que viven caminando en la vida diaria) pueden ayudarnos.

Son “las tres H”: humildad; humanidad; humor. Y son tres ingredientes para tener y dar más sabor y tres términos que derivan todos de la misma raíz latina humus, que es la de humilitas, humanitas, pero también la de homo (hombre):

·        Humilitas (humildad): conciencia de su propio límite, del hecho de estar compuestos de materia, de tierra; de ser pobres frente a la edad, la muerte, la enfermedad, la inevitabilidad del destino, el paso del tiempo, de Dios que es el Absoluto; de ser frágiles; de poder equivocarnos; y, al mismo tiempo, conciencia nuestro propio potencial y de nuestra unicidad. La humildad, la verdadera humildad, es, en una sola palabra, equilibrio (y San Francisco de Sales fue insuperable maestro a la hora de expresar ese equilibrio cristiano);

·        Humanitas (humanidad): consecuente a la humildad, la humanidad es ese respeto por uno mismo y por los demás que sólo puede venir de conocerse en relación con Dios primero y con el prójimo después. Sólo con humildad y humanidad se puede ser un don para los demás, respetando límites como las diferencias de edad, experiencia y cultura, y prestando atención a bienes como la cortesía, la educación y el respeto debido a Dios, en primer lugar, pero también a los mayores, a los patres, es decir, quienes nos guían con el ejemplo y las virtudes adquiridas con años de sacrificio, práctica y abnegación;

·        Humor (humor): la humildad que resulta de la conciencia de la propia limitación, unida a la alegría de la relación con los demás hombres, pero sobre todo unida a la felicidad de ser mirado y amado por Dios (quien “ha mirado la humildad de sus esclavos”) de estar rodeado de sus cuidados, de haber recibido el don de la Vida eterna, lleva a una inevitable ligereza: uno no se toma demasiado en serio a sí mismo y, aunque cometa errores, se perdona, con alegría. Dios se ha revestido de nuestra humanidad y nos ha revestido de su divinidad: ¿qué mejor noticia? Somos amados por el Amor: podemos, por tanto, reírnos de nuestros defectos y errores, pero también de los de los demás: una risa que no es burla ni escarnio de algo o de alguien, sino simplemente “hacer la vista gorda”.

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Las tres H: humildad; humanidad; humor. Y son tres ingredientes para tener y dar más sabor y tres términos que derivan todos de la misma raíz latina humus, que es la de humilitas, humanitas, pero también la de homo (hombre):

  • Humilitas (humildad): conciencia de su propio límite, del hecho de estar compuestos de materia, de tierra; de ser pobres frente a la edad, la muerte, la enfermedad, la inevitabilidad del destino, el paso del tiempo, de Dios que es el Absoluto; de ser frágiles; de poder equivocarnos; y, al mismo tiempo, conciencia nuestro propio potencial y de nuestra unicidad. La humildad, la verdadera humildad, es, en una sola palabra, equilibrio (y San Francisco de Sales fue insuperable maestro a la hora de expresar ese equilibrio cristiano).
  • Humanitas (humanidad): consecuente a la humildad, la humanidad es ese respeto por uno mismo y por los demás que sólo puede venir de conocerse en relación con Dios primero y con el prójimo después. Sólo con humildad y humanidad se puede ser un don para los demás, respetando límites como las diferencias de edad, experiencia y cultura, y prestando atención a bienes como la cortesía, la educación y el respeto debido a Dios, en primer lugar, pero también a los mayores, a los patres, es decir, quienes nos guían con el ejemplo y las virtudes adquiridas con años de sacrificio, práctica y abnegación.
  • Humor (humor): la humildad que resulta de la conciencia de la propia limitación, unida a la alegría de la relación con los demás hombres, pero sobre todo unida a la felicidad de ser mirado y amado por Dios (quien “ha mirado la humildad de sus esclavos”) de estar rodeado de sus cuidados, de haber recibido el don de la Vida eterna, lleva a una inevitable ligereza: uno no se toma demasiado en serio a sí mismo y, aunque cometa errores, se perdona, con alegría. Dios se ha revestido de nuestra humanidad y nos ha revestido de su divinidad: ¿qué mejor noticia? Somos amados por el Amor: podemos, por tanto, reírnos de nuestros defectos y errores, pero también de los de los demás: una risa que no es burla ni escarnio de algo o de alguien, sino simplemente “hacer la vista gorda”.

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