La fuerza del hecho biológico natural en las decisiones de la investigación científica:
La mentalidad actual tiene un componente predominante en el auge de la visión angosta de las ciencias positivas y la tecnología derivada de ellas. Por ello potenciar una cultura de la vida requiere recuperar la referencia clara desde la que poder valorar qué es bueno y qué es malo para la vida del hombre, del conjunto de bienes que el progreso biotecnológico promete y ofrece. Pienso que se trata de la exigencia de descubrir el significado natural del hecho biológico y el sentido humano de tal hecho o proceso. Ser capaces de supera la tentación de ver los hechos de la biología del hombre, siempre y sólo, como hechos aislados, encerrados en si mismos, como material neutro o como mero proceso fisiológico del cuerpo del hombre, sin otro sentido que el que el hombre quiera darle en cada momento histórico. No es suficiente la intención, ni son suficientes las consecuencias para dar razón de lo que es bueno o es malo, “a secas”. Los hombres de la capacidad de comprender la realidad sobre sí mismos y por ello conocer la verdad acerca de qué comportamientos son acordes y cuales por el contrario le hacen inhumano. Por ello, si se atiende a la verdad de la realidad misma, es posible el diálogo sobre lo que es bueno o malo en sí mismo y, por tanto, para los hombres de toda sociedad, cultura y religión.
- La gramática universal y la palabra limitada de la ciencia positiva.
El nacimiento de la ética, como ciencia de lo moralmente factible, en la antigüedad clásica se debió precisamente al carácter radicalmente ambivalente de la razón: a su apertura tanto al bien como al mal. Que la pura razón no es guía suprema se hace especialmente patente en la técnica. Lo natural está determinado y finalizado en una dirección propia: los seres vivos a vivir y transmitir vida. El mundo natural no es hechura del hombre, sino realidad previa a la acción humana, que responde al proyecto del Creador y es, por tanto, verdadero y con ello bueno. Para conocerlo a través de la ciencia experimental es necesario intervenir en él, descomponerlo, y con ese conocimiento se abre la posibilidad de recomponerlo de nuevo dándole significados o sentidos puestos por el hombre y por tanto abierto al bien y al mal.
El hombre es capaz de conocer la racionalidad propia del mundo natural; y, a su vez, es capaz de pensamientos que son proyectos y existen artefactos realizadas según esos proyectos. La adecuación entre el proyecto y lo realizado es la verdad de lo artificial. El problema que se debate es el de los limites de la acción humana sobre el ser humano, puesto que la mentalidad predominante trata de aumentar la distancia entre lo naturalmente dado y lo artificialmente realizable. Toda la referencia moral recae en el fin de la acción, o la intención, pero no en lo que se hace. Esto lleva claramente a reducir la moral a lo que la técnica pueda conseguir al sobreponer o imponer los propios fines sin reconocer el carácter y significado propio del hecho natural, previo a la propia intencionalidad.
El nacimiento de la ética, como ciencia de lo moralmente factible o no factible, en la antigüedad clásica se debió precisamente al carácter radicalmente ambivalente de la razón: a su apertura tanto al bien como al mal. La pura razón no es guía suprema y esto se hace especialmente patente en la técnica. En efecto, lo natural está determinado y finalizado en una sola dirección: los seres vivos a vivir y transmitir vida. Son realidades previas a la acción humana; el mundo natural, que no es hechura del hombre, es verdadero puesto que responde al proyecto del Creador, y por tanto bueno. Pero, además de ese mundo natural bien proyectado, existen pensamientos del hombre que son también proyectos y existen artefactos realizadas según esos proyectos. La adecuación entre el proyecto y lo realizado es la verdad de lo artificial y esto no tiene, de suyo, una garantía radical.
Por ello, el problema que se debate en la sociedad contemporánea es el de los limites de la acción humana sobre la realidad viva y más en concreto sobre el ser humano. Y la mentalidad intervencionista trata continuamente de aumentar la distancia entre lo naturalmente dado y lo artificialmente realizable. Toda la carga moral recae así en el fin de la acción, o la intención, pero no en lo que se hace; y por tanto a reducir la moral a la técnica. Lo característico de la racionalidad técnica es sobreponer o imponer los propios fines sin reconocer el carácter y significado propio del hecho natural, previo a la propia intencionalidad.
El lenguaje de la técnica parte del principio de “conocer para poder”. La mayor tentación del científico es tratar de imponer a la realidad su propio proyecto, sin atender a lo que la realidad dice. Precisamente porque su objetivo es conocer los aspectos materiales cuantitativos y mecánicos, es muy fácilmente reducible a técnica, convertible en un saber para manipular y doblegar lo conocido. La técnica de suyo es progresiva, innovadora e imparable y el desarrollo tecnológico asegura una sociedad de progreso material. Asegura, o al menos promete, salud y calidad de vida, sin atender al precio a pagar. No hay frontera alguna, ni referencias, si se desconfía en que algo sea como es, y no como se quiera que sea, para que funcione al servicio de intereses. El precio a pagar ha resultado ser excesivamente alto: se ha llegado a la desconfianza acerca de lo que no sea producto de la acción humana. Nada significa nada de suyo, sino sólo en función del significado que se le otorgue, en cada situación y en cada momento, y siempre en función del progreso técnico, y de la opinión mayoritaria.
El auge de la confianza en la técnica se centra en el área de la salud, las condiciones de calidad de vida y la llamada “medicina del deseo”. Por ello, hoy los aspectos más paradigmáticos, y en los que me voy a centrar, de la adquisición de poder es la aceptación -como un beneficio aportado por la ciencia y un bien impagable a los científicos- de la práctica de la fecundación artificial y del uso de vidas humanas incipientes en aras de la salud de terceros.
«En este sistema llegan a considerarse “sobrantes” los hijos más enfermos, más débiles, o sencillamente excesivos para un proyecto procreador controlado por la técnica y no dejado al albur de la naturaleza.»
- Dificultades del debate sobre el derecho a la vida y a ser engendrado.
En el fondo de la actitud de intelectuales que rechazan el discurso religioso, y que suele presentarse como una actitud de sobriedad y de humildad cognoscitiva, late una fuerte resistencia a admitir que la medida de la racionalidad del universo no es la inteligencia humana. Por el contrario, ésta más bien debe dejarse llevar por los significados de las cosas, de modo que sólo puede ser medida de las cosas artificiales. Esta actitud empobrece enormemente, pues sólo admite como verdadero lo que es demostrado rigurosamente por medio de la experimentación; es decir, un raciocinio que tiene como condición de posibilidad descomponer la realidad para analizarla. Un modo de conocimiento que para conocer una realidad en su unidad vital requiere componer de nuevo. En ese recomponer cabe reformular el proyecto original, cambiar el sentido propio, es decir vaciarlo de sentido. Si los significados propios se pierden ningún logro o dominio sobre la realidad podrá tener orientación; solo quedan valoraciones de la realidad sometibles de suyo a ponderación.
Aparece así un tipo de debate en el que plantear razones profundamente humanas que muestran la gravedad de reducir la procreación a mera reproducción, la defensa de la vida naciente y la dignidad de la procreación, o el derecho del hijo a ser engendrado en el amor de los padres, se ve como una forma de insensibilidad o incluso de crueldad. Se tacha de fundamentalismo paralizador del progreso y limitante de una “opción médica, que ofrece el poder de la ciencia. Se plantea que toda convicción, incluso la religiosa, tiene que estar disponible y rendirse ante los beneficios del poder técnico. No merece atención quien mantenga decididamente que hay convicciones que no están disponibles ilimitadamente, ya que son los prejuicios religiosos los que enfrentan los beneficios que ofrece la ciencia. De ahí que el relativismo llegue a verse como presupuesto necesario para la tolerancia. Incluso para muchos para quienes la dignidad del hombre supone un límite intrínseco a la investigación médica y científica y se saben criaturas amadas por Dios, la idea de poner límites a la investigación suena como un error oscurantista.
En este sistema llegan a considerarse “sobrantes” los hijos más enfermos, más débiles, o sencillamente excesivos para un proyecto procreador controlado por la técnica y no dejado al albur de la naturaleza. Abandonarlos sin oportunidad de continuar la vida recién comenzada no es más que un efecto no deseable, en principio, pero necesario para la eficacia del proceso. No se percibe con nitidez que se está traspasando la última frontera para llegar a convertirles a ellos mismos en dueños de la vida y de la muerte; dueños de desmontar y montar la vida de nuevo. Como escribe Ratzinger, “ignoramos lo que sucederá en el futuro en este ámbito, pero de una cosa estamos convencidos: Dios se opondrá al último desafuero, a la ultima autodestrucción impía de la persona. Se opondrá a la cría de esclavos que denigra al ser humano. Existen fronteras últimas que no debemos traspasar sin convertirnos personalmente en destructores de la creación superando de ese modo con creces el pecado original y sus consecuencias negativas” (1).
La desconfianza, en lo que de suyo es no “accesible” desde la ciencia positiva, va unida a un cierto déficit en la inculturación de la fe cristiana en la sociedad tecnológica actual. Y así, la ciencia positiva se ha convertido en cultura pública; una cultura tecnocientífica que impone como explicación de la realidad unos criterios capaces de desplazar los valores tradicionales judeocristianos. Más aún, se aúna una tentación más insidiosa su cabe de dar por conocimiento seguro solamente el que aportan las ciencias positivas: Es arrogarse el prestigio de sabiduría. En los debates, al experto científico no se le exige rigor, ni se le examina acerca de su bagaje filosófico. El reconocimiento como pensador le otorga credibilidad per se; por ser científico. Es obviamente excesivo aceptar que las personas afronten a ciegas, sin otra forma de conocer que la científica, las cuestiones fundamentales de la vida; pero aunque dispongan de otras referencias sólo consideran segura la ciencia. Ciertamente, tampoco se trata simplemente de que algunos científicos de prestigio se declaren fervientes creyentes, ni tampoco de que hagan declaraciones de que no encuentran problemas entre su actividad científica y su fe vivida.
Recuperar la confianza en la Revelación requiere armonizar, en síntesis vitales y personales, ciencia, filosofía y fe. Es importante para la cultura, y también para la ciencia misma, evitar el complejo de inferioridad ante lo que la “la ciencia dice”. Es preciso saber bien cuáles son las preguntas que contesta y cuáles no. Las teorías científicas son deslumbrantes; pero con demasiada frecuencia se acompañan de una gran oscuridad en las cuestiones de fondo, que en definitiva son las únicas que nos permiten un vivir personal.
En esas síntesis personales, que buscan dar razón al derecho a la vida y a ser engendrado que posee todo hombre, se cae a veces en la trampa de dar a los argumentos científicos una importancia decisiva. Es curioso que los “progresistas” que adoran la ciencia y tienen de sus postulados una aceptación casi religiosa, mantengan en estos debates una postura reacia a aceptar argumentaciones basadas en indicaciones estrictamente científicas sobre el problema. Ven a la realidad de que está ahí y vivo el embrión o el feto, aunque hacen a la madre dueña de la vida del hijo y con derecho a la maternidad a cualquier precio. Por el contrario, los defensores de la inviolabilidad de la vida humana y la dignidad de la procreación parecen, a veces, buscar una fundamentación científica a la dignidad personal. Sería otra forma de sacar a la ciencia del lugar que le corresponde; de alguna forma se confía demasiado en argumentos estrictamente científicos. Ciertamente, el creyente sabe de antemano el fundamento en Dios de la dignidad de cada ser humano y de la transmisión de la vida. Precisamente por ello, las razones no han de ser sólo plausibles sino concluyentes, sapienciales. Es decir, que den cuenta de la dimensión propiamente humana del cuerpo, que es justamente una dimensión inalcanzable por la consideración meramente científico-positiva.
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Reducen el significado del carácter humano de su origen, donde reside el valor absoluto del ser personal, al mero sentido biológico del proceso de reproducción.
Se trata de conocer tanto significado natural del hecho biológico como tener en cuenta su sentido en la unidad del ser humano. La valoración de la intervención técnica en la biología humana exige poder dar cuenta de que el actuar humano no es simplemente instintivo o automático, sino libre; la corporalidad humana tiene en todos sus aspectos una indeterminación de lo puramente automático que permite ver el cuerpo del hombre siempre como un cuerpo humano, nunca un cuerpo a secas. El sentido natural propio del hecho biológico, lo que “dice”, es justamente lo que hace posible que sea en la razón donde la naturaleza aparece como naturaleza. Esto es, cuando ni se prescinde del sentido de la tendencia natural (hambre que lleva a alimentarse), ni se limita su fuerza natural (necesidad de alimentarse para conservar la vida), sino que es, a su vez, entendido con relación a la persona (humaniza la necesidad natural de satisfacer el hambre haciendo arte culinario, invitando a comer como muestra de una buena relación con otros, etc.).
En resumen, podemos afirmar que las dificultades del acalorado debate sobre el valor de la vida humana naciente estriban en que las posturas más representadas y representativas argumentan sobre dos cuestiones que son la misma cuestión; por ello las posturas resultan irreconciliables[1].
De un lado, aquellos que no reconocen que el carácter personal sea un don de Dios a cada uno de los hombres, algo intrínseco y originante del ser humano, sino algo que se adquiere en la medida en que la vida biológica tiene calidad suficiente para dar muestras o llegar a poder ejercer una autonomía personal. Se reduce la vida de cada hombre a su biología: se niega el sentido humano de la vida biológica propia de cada hombre y con ello el carácter personal de la transmisión de esa vida. Desde esta perspectiva, la vida de un ser biológicamente humano es un valor relativo, diferente según situación biológica, y por tanto sujeto a una ponderación frente a otros valores en juego. En definitiva reducen el origen de cada hombre en el Amor de Dios que le llama a la existencia en el engendrar de sus padres a un mero comienzo y desarrollo de la vida recibida de los progenitores: reducen el significado del carácter humano de su origen, donde reside el valor absoluto del ser personal, al mero sentido biológico del proceso de reproducción.
Del otro lado, no es infrecuente que la argumentación se centre en la descripción de los procesos necesarios para el comienzo de una nueva vida. Se está seguro, obviamente, y se cree firmemente en que la vida humana es un don de Dios que exige ser respetada desde la concepción hasta la muerte natural, pero se diluye en la argumentación, al menos no se atiende suficientemente, la perspectiva unitaria y personal de la transmisión de la vida humana, de la procreación. Por ello se limita el punto de mira de los argumentos a señalar, con la mayor precisión y el mayor rigor científico posible cuando ha tenido lugar un nuevo comienzo. En este caso, no es difícil aferrarse a algún tipo de explicación científica que puede ser débil e incluso superada, pero que parece apoyar los contenidos de lo que se cree y se desea defender. La ciencia es siempre progresiva y los nuevos datos ayudan a completar o corregir las explicaciones acerca de cómo es y qué significado natural tiene el comienzo de una nueva vida. La falta de rigor en los conocimientos científicos desacredita tal tipo de argumentación, que resulta fácilmente desechada en razón de pecar de fundamentalismo.
[1] Un reciente artículo publicado en la revista científica Nature (Religion and science: Studies of faith. T. Reichhardt, D. Cyranoski & Q. Schiermeier. Pub. online: 08 December 2004; doi:10.1038/432666ª) explora “how faith is shaping the ever-changing landscape of bioethics”. Y concluye que “Embryonic stem-cell research is putting fresh strain on the already fractious relationship between science and religion. One thing is certain. Everyone agrees that fundamental ethical questions underlying stem-cell research, many of which transcend religion, need to be addressed”.
- La palabra creadora de Dios y su manifestación en la vida biológica-biográfica de los hombres.
Lo que se acaba de apuntar no implica que “inevitablemente” la cuestión divina, el origen en Dios de cada uno de los hombres que comienzan a vivir, quede en segundo término del quehacer científico. Por el contrario toda la ciencia positiva es comprender la Creación. Es necesario prestar atención, oír y escuchar lo que dice la realidad. El mundo natural no es mudo: habla. En ese mundo hay orden, belleza de la coherencia, majestad y poder; hay fecundidad de la tierra, brotar de la vida. La idea de que el mundo es bueno porque ha salido de las manos de Dios es una constante en los escritos de San Josemaría Escrivá (2). Dios le habla al hombre con su Palabra reveladora y con las palabras de la realidad natural creada. La naturaleza habla de Dios y Dios le habla al hombre acerca del hombre mismo.
3.1. La Palabra creadora
Dios crea mediante su palabra. El Creador, “manda su mensaje a la tierra” (Génesis 1,3) y su obra se realiza. Por indicación de la palabra divina -“¡Háganse!”- existen todas las criaturas. “Él envía sus órdenes a la tierra y su palabra corre velozmente”(Salmo147, v.15), y la naturaleza obedece sin saber que obedece. El mundo natural no es un capricho arbitrario, ni es un sinsentido, y tampoco podemos darle sentido a nuestro antojo. Su Creador mismo “Les dio consistencia perpetua y una ley que no pasará” (Salmo 148, v.6). No quiso colaboradores o interlocutores mientras hacía el universo, el mundo para el hombre. Él lo diseñó y nos comunicó tal designio. El mundo natural que la ciencia trata de descifrar es hechura de Dios, no del hombre (Isaías 40, 10-11). Es un mundo que existe independientemente de nosotros, que fue hecho sin nosotros, aunque no tendría sentido sin nosotros. Y en él, el hombre tiene un lugar definido; un lugar muy alto. Dios “confía a las manos frágiles y con frecuencia egoístas del hombre todo el horizonte de las criaturas para que conserve su armonía y belleza, descubra sus secretos y desarrolle sus potencialidades” (3). En la unidad de la Creación cada criatura tiene sentido en orden al designio de Dios sobre los hombres.
La palabra divina -“¡Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza!”- llama a la existencia a cada uno de los hombres. Le dona el ser y el existir a cada uno invitándole a conocerle y amarle libremente. Por indicación de esa llamada a existir en comunión con Él y con los demás hombres, cada ser humano es dotado de libertad y de este modo capacitado para responder a la llamada de amor que le pone en la existencia. Dios Creador y Padre de cada uno de los hombres otorga, a cada uno, el regalo de un vivir liberado del automatismo biológico y abierto a los demás y al mundo. Esa apertura es ley natural del hombre. Cada ser humano, hijo de Dios e hijo de sus padres, tiene un origen que no está sumergido en los procesos naturales de la fisiología de la reproducción. En efecto, por indicación de la Palabra divina que pone en la existencia a cada hombre, dar vida a un hombre es procrear con Dios, que confía a los padres el regalo de la vida del hijo. Dios hace partícipes a los padres en la mediación de su Palabra creadora en tanto que delega en ellos la concepción del hijo -“¡Creced y multiplicaos, henchid la tierra!”-. Dios confía a los padres la concepción del hijo. La generación de cada hombre es la plenitud de la obra creadora. Creación a Su imagen y semejanza, para la que el Creador ha querido contar con el amor entre un hombre y una mujer cuya expresión propia les convierte en padres. Cooperan con el Creador dando vida al hijo y así contribuyen a la transmisión de aquella imagen y semejanza divina de la que es portador todo ser humano.
3.2. La biología humana permite leer la palabra, ley natural, escrita en el corazón del hombre.
La biología humana pone de manifiesto que la relación a Dios esta inscrita en la biología de cada persona y en la estructura misma de la transmisión de la vida. En efecto, el cuerpo del hombre muestra rasgos morfológicos y funcionales muy peculiares. La criatura humana nace siempre en un parto prematuro, sin acabar, y necesitada de un “acabado” en la familia. Más aún, la construcción y maduración del cerebro de cada hombre no está cerrada, sino abierta a las relaciones interpersonales y a la propia conducta. Tiene una enorme plasticidad neuronal y por todo ello necesitado para ser viable y para alcanzar la plenitud humana de atención y relación con los demás. Cada uno de los hombres es un ser inespecializado, más desprogramado que el animal, y por ello no está estrictamente sometido a las condiciones materiales. El actuar humano no es instintivo y automático aún en las tendencias naturales más pegadas a la vida biológica. El viviente humano está abierto y no está nunca terminado.
Ese plus de realidad de cada hombre, distinta de la de los animales, se manifiesta como brechas, o aperturas, en el ciclo vital intereses-conducta, que le permiten abrirse “más allá del nicho ecológico”. Se hace cargo de la realidad y no sólo en función de su situación biológica. Aparece liberado del automatismo biológico y capaz de técnica, educación y cultura, con lo que soluciona los problemas vitales que la biología no le resuelve. Cada uno se agranda o se estrecha a sí mismo estas brechas o aperturas; por ello, los hombres no están nunca terminados. Las brechas se abren sin límite con los hábitos. La vida de cada hombre es trabajo, tarea a realizar y por tanto empresa moral.
La biología humana muestra, por tanto, que la vida de cada hombre tiene además del dinamismo biológico un dinamismo propio, o biográfico, que hace que su existencia no esté ni dictada por la biología, ni resuelta por ella. El entrelazamiento de la vida personal y la vida en su dimensión biológica es un nudo gordiano, que no se puede deshacer. No son dos vidas autónomas ni se trata de una doble vida. Esa apertura del vivir de cada hombre y esas características corporales que lo posibilitan son los presupuestos biológicos, y no las causas de la libertad. Porque es libre puede liberarse del automatismo cerrado de la biología. No existe propiamente una vida animal del hombre, porque el cuerpo del hombre es siempre un cuerpo humano. Por ello, también la transmisión de la vida humana tiene carácter personal: es un nudo gordiano que no se puede deshacer, que entrelaza la alianza del Amor creador de Dios y la expresión corporal del amor de los padres con la fecundidad de engendrar al hijo. La “libertad” de la naturaleza humana, la indeterminación frente al automatismo del instinto animal, muestra la radical diferencia de la transmisión de la vida humana frente a la reproducción zoológica en función de la especie.
En efecto, la biología humana muestra cómo el engendrar humano está liberado del automatismo biológico de la reproducción animal. La transmisión de la vida humana no está en función de la especie. Ni ajustada por el instinto, ni reducida a los individuos mejor dotados por la biología, ni pautada por selección natural a la adaptación al entorno. Un varón y una mujer se hacen potencialmente fecundos, una caro, en la expresión propia del amor sexuado. El acto de unión corporal, que permite engendrar, coincide plenamente con el gesto natural de expresar el amor especifico y propio entre un varón y una mujer. No tienen que añadir nada al gesto corporal que expresa el amor sexuado -y por el que se manifiesta y consuma plenamente la entrega de la propia intimidad- para que éste sea fecundo.
Puesto que de forma natural se da esa coincidencia intrínseca, la ciencia muestra la realidad de una biología del engendrar humano no encerrada en el fin reproductor. Ni tiene el determinismo biológico temporal de la “época de celo” con el tiempo fértil de la hembra. Por el contrario, en los hombres la atracción hacia la persona del otro sexo está liberada de ese determinismo biológico que acopla en el tiempo instinto reproductor con fertilidad. El tiempo de fertilidad humana femenina es corto en relación con el número de años vivido. Signo de un viviente con misión personal, propia, que no vive y se reproduce encerrado en la obligación de vivir para mantener la especie y signo de la condición personal de la maternidad humana, que exige edad suficiente para el uso de razón a fin de educar a los hijos, y juventud suficiente para una vida familiar de los hijos necesariamente larga, puesto que la criatura humana nace más inacabada y más prematura que ninguna otra. Y más aún, la peculiar menstruación femenina tiene sentido en razón del peculiar significado de la sexualidad humana, abierto y liberador del automatismo zoológico. Es el único signo externo percibible del ciclo femenino de fertilidad, a diferencia de los animales en que el tiempo de la fertilidad es advertida por cambios físicos y de comportamiento que marcan el reclamo instintivo. Es un signo oculto para el automatismo biológico y sólo racionalmente puede ser buscado y conocido, haciendo de la paternidad-maternidad un proyecto personal.
En el hombre el gesto unitivo no está cerrado como fin en sí mismo de transmitir vida sino que está abierto a una relación interpersonal libre que a su vez le abre a la impredecible historia de la relación paterno-filial. Un acto cuyo efecto no es el resultado ni de un simple mecanismo biológico, ni de una imposición de la voluntad. El hijo es un don a un varón y una mujer que dan vida al dar su vida, al entregarse y recibirse mutuamente. Esa coincidencia natural indica que el ámbito plenamente digno de ser origen de un ser humano es la intimidad de la una caro de sus progenitores, con todos sus factores de imprevisibilidad y azar. Los cuerpos personales de los padres son los autores del cuerpo vivo del hijo. La una caro crea el ámbito de intimidad donde se confecciona el don de una vida personal, que incluye la vida biológica pero que es mucho más. La relación personal de los padres en el engendrar forma parte crucial de la identidad del hombre y que incluye la identidad biológica heredada sin condiciones. Por todo ello, ser engendrado es un derecho y no es un objetivo neutro para el concebido. No basta ser producido a partir de los gametos donados por los padres. De ahí la gravedad tanto de cerrar la una caro a la vida, como de sustituir el engendrar humano por un proceso técnico a partir de los gametos de un varón y una mujer.
La ciencia biológica humana aporta al progreso científico un imperativo ético bien preciso: cualquier manipulación biológica, por noble que sea el fin que persigue, ha de ser de tal naturaleza que ningún ser humano sea tratado exclusivamente como medio, como esclavo, porque pertenece a cada ser humano determinarse a sí mismo; porque el ser humano no sólo decide, sino que se decide.
«El patrimonio genético heredado de los padres es la base de la identidad biológica de cada individuo de una especie.»
- La palabra de la ciencia permite leer el significado natural escrito en la biología humana.
El conocimiento biológico, adquirido con el rigor del propio método, está convocado en su sitio propio en el diálogo interdisciplinar, a responder a las preguntas claves acerca de: ¿Qué transmiten los progenitores al transmitir la vida? ¿Cómo se alcanza la constitución de un nuevo individuo desde la materia aportada por los progenitores? ¿Qué es lo característico, lo que describe un individuo, la identidad biológica y qué es lo que le constituye en individuo? ¿La existencia natural de gemelos idénticos supone indefinición de la individualidad en el del embrión temprano? ¿Qué da la continuidad al individuo desde el comienzo a la muerte al tiempo que el cuerpo formado se desarrolla gradualmente, crece, madura, y envejece? ¿qué es el morir de una vida incipiente?
4.1. ¿Qué dice la Biología en el siglo XXI?
Tratamos de contestar esas cuestiones buscando el significado natural del hecho o evento biológico implicado, sin confundir tal sentido con el sentido que quiera dársele en las posibles manipulaciones biotecnológicas. De hecho, la capacidad de intervención en el origen mismo de la vida del hombre conduce con frecuencia a hacer difusos, o incluso borrar, los limites naturales de lo natural. Se cae en falacias por mezclar y confundir los fines perseguidos, la realidad sobre la que se actúa y lo que se hace de hecho sobre tal realidad concreta. Contribuye a tales confusiones la imprecisión de los términos empleados ya que es frecuente que se les de un sentido diverso.
¿Qué transmiten los progenitores al transmitir la vida?
En el centro de los fenómenos vitales está la transmisión de una información genética, de un lenguaje, de un orden que, a su vez, crea estructuras orgánicas ordenadas y progresivamente más complejas en el desarrollo individual. Los progenitores aportan el sustrato material en que está escrito ese mensaje genético. Cada uno de ellos aporta, como material propio, una mitad no idéntica (uno de los componentes de los diversos pares de cromosomas) que juntas constituyen una versión completa del patrimonio genético heredado por el nuevo individuo de la especie. El patrimonio genético heredado de los padres es la base de la identidad biológica de cada individuo de una especie.
¿Cómo se constituye un nuevo individuo desde la materia aportada por los progenitores?
El proceso de fecundación de los gametos es más que la mera fusión de los gametos de los progenitores que aporta cada uno la mitad del patrimonio genético del hijo concebido, fruto de esa fecundación (4). El mensaje genético contenido en el soporte material, el conjunto de los cromosomas heredados, comienza a emitirse (expresarse la información de los genes) y así se inicia la existencia del nuevo individuo. El tiempo que dura la emisión de ese mensaje, o programa, constituye la existencia de ese individuo concreto. Esa información se emite en el tiempo y en el espacio corporal de forma armónica y coordinada de manera unitaria. Esta información es un programa (sucesión ordenada de mensajes) y no un simple boceto: mantiene la unidad del viviente porque permite la diferenciación armónica y sincronizada de las diversas partes del cuerpo. No preexiste, ni existe, separadamente de los elementos informativos o genes, pero tampoco se identifica con ellos. Es el principio vital de cada viviente, que la biología clásica denominó alma. Ahora bien, lo que se transmite de padres a hijos no es el principio vital, o el alma, sino la información genética contenida en los cromosomas de los gametos.
La fecundación es proceso autoorganizativo de interacción, reestructuración y cambio de los cromosomas de los gametos de los progenitores en el que se genera el cigoto que es un individuo en el estado más incipiente. Para reunir una versión nueva del patrimonio de la especie es esencial que ambos gametos (hayan rejuvenecido durante su formación en el organismo de ese hombre y de esa mujer el mensaje genético que ellos recibieron de sus progenitores) se encuentren físicamente y se activen mutuamente, poniendo en marcha los mecanismos moleculares derivados de la interacción o diálogo entre ambas células. Tales señales permiten regular de forma acompasada los diferentes eventos que dan lugar a la generación del cigoto: a) cambio de la impronta parental del DNA propia del gameto paterna y del materno para dar así paso a la impronta genética propia del cigoto; b) un fenómeno de polarización o una distribución asimétrica de los componentes intracelulares heredados del óvulo maduro. El polo heredado determinará con la fecundación un plano creado precisamente pon el punto de entrada del espermatozoide. El cigoto es capaz por ello de dividirse en dos células desiguales entre sí y diferentes de él, que forman la unidad embrión. Al término de ese proceso de fecundación quedan trazados, de manera precisa, los ejes maestros del cuerpo en construcción, los ejes cabeza-cola y dorsoventral.
Es decir, el cigoto es un individuo por poseer la capacidad de iniciar la emisión de un programa, o sucesión ordenada de mensajes genéticos. Por ello puede afirmarse que la célula con fenotipo cigoto es un viviente y no simplemente una célula viva. Es la única realidad unicelular totipotente naturalmente capaz de desarrollarse a organismo completo. El cigoto es un organismo, o cuerpo: todo el individuo recién concebido y por tanto con las características propias de su tiempo cero de vida. Es importante tener en cuenta que el cambio del medio intracelular del óvulo que está siendo fecundado permite que diversas moléculas interaccionen secuencialmente con el genoma formado por los pronúcleos de los gametos de los progenitores. El genoma del recién concebido se ha activado en la fecundación. Hay un encendido, una puesta en acto, un arranque de la expresión de la información de los genes, que son el patrimonio del nuevo ser y que es más información que la heredada de los progenitores. Podemos afirmar que lo que se hereda, el texto genético o secuencia de nucleotidos del DNA de los cromosomas heredados es lo característico, lo que describe un individuo, la identidad biológica. Pero los genes no son todo. Es la puesta en escena de ese texto desde el primer acto lo que constituye en individuo.
¿La existencia natural de gemelos idénticos supone indefinición de la individualidad en el embrión temprano?
Cada individuo es uno y único en cuanto que su existencia es una emisión particular del mensaje genético, y es diferente y único no sólo por la combinación “única” de genes que hereda de sus progenitores, sino también porque las fluctuaciones del medio, a lo largo del tiempo de la vida, permiten diferencias en el fenotipo, que incluso hacen genéticamente diferentes a los gemelos con idéntico patrimonio genético. Hoy conocemos de manera inequívoca que en el cigoto hay un plano o mapa. Es sorprendente, pero en esa primera célula existe una polarización que obliga a una primera división celular asimétrica. La organización del embrión está creada antes de la implantación. Esto supone un cambio profundo en nuestra idea del embrión e invalida la duda acerca de que la existencia de gemelos idénticos suponga falta de individualidad del embrión en el periodo de tiempo previo a la implantación en el útero. La ciencia biológica tiene en ello la última palabra y la ha pronunciado con claridad y contundencia (5). La gemelación puede ser vista no como rotura en dos del embrión, sino como la formación de dos cigotos de una misma fecundación: la división del óvulo en fecundación da lugar a dos células iguales entre sí e iguales al óvulo en fecundación y en cada una de ellas se completa la concepción.
¿Qué da la continuidad al individuo desde el comienzo a la muerte, al tiempo que el cuerpo formado se desarrolla gradualmente, crece, madura, y envejece?
La vida es dinamismo. No basta el texto de la “obra”, hace falta, para darle vida, su puesta en escena. Una emisión del mensaje de forma unitaria. El texto está en todas y cada una de las partes (en el núcleo de todas y cada una de las células), pero en cada escena (en cada tiempo de la existencia y en cada órgano y tejido del viviente) se pone en acto sólo la parte correspondiente del texto. Las células poseen una historia espacial y temporal como células diferentes de un único organismo. “Se saben” formando parte de un viviente concreto con un tiempo concreto de desarrollo. Más aún cada viviente “guarda memoria” de esa primera división celular, que ocurre en el primer día de nuestra existencia.
¿ Y la muerte de un ser que está estrenando su vida?
Desde estas coordenadas de la vida como dinamismo se entiende la muerte del embrión o del adulto como pérdida de la actualización del programa. Es decir, la pérdida de la unidad vital, de la función ordenadora unitaria que coordina las diferentes funciones parciales de las partes del todo. De ahí que la aparente paradoja de un individuo muerto y el mantenimiento en el tiempo de algunas de las funciones vegetativas, como el latir del corazón, sea la misma paradoja de la muerte del embrión como perdida de la armonía unitaria del crecimiento celular y la posible permamencia posterior de alguna de sus células vivas y con funcionamiento como tales células, aunque obviamente no como individuo.
Precisamente las mismas técnicas de fecundación in vitro y de clonación de un individuo adulto, por transferencia del núcleo a un óvulo, han dejado fuera de toda duda qué es un individuo de nuestra especie en su etapa más precoz -en estadio unicelular de cigoto, o en el de embrión de dos células etc.-, y qué es, por el contrario, una célula humana o qué es un amasijo de células, más o menos ordenadas y de algún modo organizadas, pero sin la unidad propia de un viviente. Precisamente, también, la experimentación sobre la congelación y descongelación de embriones de pocos días de vida, ponen de manifiesto que el sentido biológico de la congelación es detener o paralizar las funciones vitales enlenteciéndolas considerablemente. En efecto, se requiere un proceso de reanimación que les sitúe en condiciones de volver a la coordinación de dichas funciones en su tiempo natural y propio.
4.2. ¿Qué dice la biología humana del siglo XXI acerca del origen de cada hombre?
La biología muestra, sin lugar a duda, que el embrión humano desde su estado inicial de cigoto es un individuo de la especie humana, como es individuo todo cigoto de cualquier otra especie no humana. La cuestión del origen se plantea con tintes polémicos por el hecho de que la operatividad más específicamente humana requiere un largo periodo de tiempo de maduración del cerebro, incluso años después del nacimiento. Se trata, por tanto, de rastrear el significado de la vida, del hecho biológico peculiar del cuerpo humano.
La biología muestra un plus de complejidad del cuerpo humano. El cuerpo de cada hombre está abierto a más posibilidades que las que la biología ofrece, a pesar de que su patrimonio genético posee muy pocos genes nuevos con respecto a los animales más próximos. Para cada hombre, como para todo viviente, la vida recibida de los progenitores es el principio unitario del que dimanan todas las facultades o potencias. Por ello, si bien la dinámica de la génesis de un mamífero es aplicable a la génesis de cada ser humano, no es suficiente para dar cuenta de la génesis de cada “quién”, de la persona humana. Cada viviente humano es capaz de novedad radical; cada uno posee una realidad especifica y distinta de la de los animales. Cada uno está indeterminado, no plenamente programado por su biología, y cada uno se determina personalmente. Posee otro tipo de información que es suya, personal y no igual para cada uno de los individuos de la especie; procede del sujeto mismo.
Posee capacidad de relación con los demás y lo demás y lo hace haciéndose cargo. Interacciones” (inconscientes al principio de su vida, y de modo consciente, responsable y en relación interpersonal después) dejan huella en él. Y a su vez, las facultades específicamente humanas como el habla, el conocimiento intelectual, la voluntad y la capacidad de amar, son facultades no ligadas directamente a un órgano, ya que están abiertas a desarrollarse mediante hábitos y no por el simple desarrollo corporal. Ese elemento nuevo, no presente en los animales, la relacionabilidad o apertura, que no es simplemente más información genética, es ese plus. Esto es, el principio vital de cada uno está potenciado con libertad; ese plus indetermina la vida biológica convirtiéndola en biografía personal. La vida humana que le transmiten los progenitores aporta la información capaz de constituir un cuerpo que es indeterminado e inespecializado, y cuyo dinamismo está abierto a la relación con el mundo y con los demás. Obviamente. no existe una “propiedad biológica” que explique la apertura libre, intelectual y amorosa de los seres humanos a otros seres.
Se distinguen, por tanto, en cada hombre dos dinamismos constituyentes distintos: el propio de su naturaleza biológica, que se rige por las leyes de la biología, y el propio de su libertad personal que no crece paralelo al desarrollo corporal. No son dos vidas. No es un segundo principio de vida: es inherente; no es, sin más, información, sino que indetermina la información genética de cada viviente humano. No es “otro” principio vital que le viene con el tiempo, sino potenciación del principio de vida transmitido por sus padres con la constitución misma del patrimonio genético. Por ello, el hombre no emerge con el desarrollo corporal, sino que se desarrolla como hombre y de forma personal. Son las manifestaciones del carácter personal de cada quién las que, para hacerse explícitas, requieren un nivel determinado y gradual de desarrollo y maduración del hombre.
Hasta aquí una respuesta desde el conocimiento de las ciencias positivas y de las ciencias humanas. Pero esa respuesta es incompleta sin el origen de ese plus añadido, libertad, que no sólo no emerge de nuestro cerebro sino nos hace capaces de ser dueños de nosotros mismos, ganando o frustrando el propio destino. Volviendo al debate, habría que retomar las cuestiones que subyacen en las tres posturas intelectuales.
«Hay quienes aceptan que el Creador llama a cada hombre a existir en relación con Él, y por supuesto aceptan que la fuerza generativa del hombre es procreación, a diferencia ede los demás seres que reproducen íntegramente su naturaleza en nuevos ejemplares de su especie. «
El hombre “no es más que…”
Quienes no aceptan una intervención de Dios, que crea a cada hombre otorgando el ser personal a cada cigoto humano que está constituyéndose desde el material genético de sus progenitores, hablan de “emergencia”: sobreviene algo no contenido directamente en la información genética. En ese caso, si ese plus del ser personal necesariamente tiene que emerger de la configuración de los materiales, la apertura personal, el psiquismo humano, la vida espiritual, el mundo del espíritu que de hecho se da en los seres humanos, no tiene explicación. La falacia intelectual es negar la existencia de lo que no pueden explicar; y también el error de decidir que el hombre no tiene más que un valor relativo a su “calidad biológica” y a su capacidad de autonomía.
El embrión humano no tiene carácter personal “al menos hasta que…”
Hay quienes aceptan que el Creador llama a cada hombre a existir en relación con Él, y por supuesto aceptan que la fuerza generativa del hombre es procreación, a diferencia ede los demás seres que reproducen íntegramente su naturaleza en nuevos ejemplares de su especie. Sin embargo, no admiten que el hombre con-crea, en el sentido de que el mismo sujeto que es engendrado es creado directamente por parte de Dios: el término del engendrar de los padres y de la donación del ser por Dios es la persona del hijo. Entre la unión corporal de los padres y la concepción del hijo persona habría un periodo asignificativo. Si el origen en Dios de cada hombre es separable del comienzo de la vida biológica (disenso de la doctrina de la Humanae vitae y Donum vitae), la transmisión de la vida humana no es sacra, no es una capacidad humana, sino un proceso biológico, manipulable; y el hecho biológico necesario –el inicio de un nuevo individuo de la especie humana- es diferente del desarrollo temporal suficiente para alcanzar el carácter de persona.
Excesiva importancia de la detectabilidad del comienzo de la vida
Con frecuencia la argumentación a favor de la vida identifica origen (fuente y raíz) de la persona humana con comienzo de la vida; entendiendo además que es necesario para definir el comienzo de la nueva vida detectar cuál es ese instante en que se reúnen las dotaciones genéticas aportadas por los padres. Desde una explicación determinista del hecho biológico de la fecundación todo el significado natural del proceso recae sobre el hecho constatable de que “hay un nuevo genoma suma del aporte paterno y materno”. No se tiene en cuenta algo que la ciencia actual descubrió: la fecundación es un proceso temporal, dinámico en que se constituye una unidad celular nueva con fenotipo de cigoto. Un proceso constituyente del individuo que se inicia con la activación mutua de los gametos y que requiere la aparición de señales moleculares del propio medio, que actúen sobre los cromosomas de forma que comience la emisión del texto genético. Se olvida que la realidad viva se define por el fenotipo, y no sólo por el genotipo, perdiéndose así el autentico sentido natural del fenotipo del cigoto.
La persona humana no puede ser identificada con la estructura biológica. Por ello, lo decisivo no es que tenga lugar una continuidad desde el inicio a las etapas embrionarias y fetales y nacimiento, sino que esa continuidad suponga continuidad personal. La ciencia puede dar cuenta, indirecta pero rigurosa, de la presencia personal, siempre y cuando no cambie el sentido natural del comienzo. Es preciso tener en cuenta que los cromosomas y genes determinan las características del ser humano, pero no son lo que le hace ser un ser humano. No es más -ni tampoco menos- que lo que determina las características de ese ser; pero lo que le constituye en viviente, en individuo de la especie, es el arranque del programa o principio vital, el inicio de la emisión de tal programa.
La dimensión corporal es elemento constitutivo de la personalidad humana y por tanto signo de la presencia de la persona. Por tanto, la realidad unicelular con fenotipo cigoto humano tiene carácter personal porque es un cuerpo de hombre, mientras que el texto heredado en el soporte material del patrimonio genético describe a ese individuo: aporta su identidad biológica a lo largo de todos los cambios. Puede decirse que el texto, secuencia de nucleotidos del DNA, está en el soporte material del patrimonio genético, o conjunto de los cromosomas. Esta estructura informativa es como el precipitado material de la llamada creadora a ese ser humano en concreto. Por ello la dotación genética es signo de la presencia de la persona. Y por ello el criterio para determinar la identidad de un ser humano es un criterio externo: la identidad del cuerpo como existencia continua en el espacio y el tiempo. La ciencia alcanza a conocer la continuidad natural del viviente; pero que tal continuidad supone la continuidad del carácter personal del sujeto es una argumentación posible y valida pero filosófica, o metabiológica.
La importancia de la relación con Dios es el elemento esencial del ser personal, lo que nos da la clave en los debates sobre el origen. Ciertamente el sujeto humano por ser objeto de un acto creador aparece en un momento singular y concreto de comienzo y por ello, el momento fronterizo es importante, pero no es el único. Toda la vida del hombre es espacio para responder personal e insustituiblemente a la llamada que le puso en la existencia.
- Ratzinger. “Dios y el mundo. Creer y vivir en nuestra época. Una conversación con Peter Seewald”. 2002. Galaxia Gutenberg. Circulo de Lectores; pag. 126.
- “Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno”. Homilía “Amar al mundo apasionadamente”.
- Comentario de Juan Pablo II al Salmo 8: ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?, Audiencia del miércoles 26-6-2002.
- Para mayor profundidad y bibliografía especializada véase “Los quince primeros días de una vida humana”, Natalia López Moratalla y María Iraburu Elizalde. EUNSA, Pamplona, España, 2004.
- el comentario de Pearson H, “Your destiny from day one” (2002) Nature 418, 14-15, a los trabajos de Richard Garner y Magdalena Zernicka-Goetz.
Ponencia de Natalia López Moratalla
Congreso organizado por D. Enrique Cases
El Árbol de la Vida sobre la Vida en sus inicios con ponencias de Biomedicina, Filosofía y Derecho, con premios de novela y de investigación para universitarios y bachilleres 2005
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