Examen al joven sin sentido
13 de febrero de 2025

Examen al joven sin sentido es un libro que trata de ti y de mí, pero, sobre todo, trata de lo que no somos. No somos nuestros miedos ni nuestras buenas intenciones, los atajos que tomamos ni la mentira que abrazamos diariamente. Tras todo esto se encuentra lo que somos, la verdad de nuestro ser y la única libertad que nos libera realmente. Este libro solo tiene un propósito: que tú, joven sin sentido, superes la inercia de un mundo que te arrastra con él a la deriva para que recuperes lo que es tuyo y así, puedas llenar tu vida, finalmente, de sentido. He aquí un breve fragmento del mismo:

Hace unos meses, poco antes de comenzar a escribir estas líneas, volvía a leer El hombre en busca de sentido, esa obra magistral que Victor Frankl regaló al mundo para provecho de muchos. Siempre encuentro apasionante redescubrir cómo el hombre, incluso cuando se ve sometido a las circunstancias más insoportables para su humanidad, es capaz de encontrar dentro de él la fuerza que le permite continuar, el valor para decir «sí» a la pregunta sobre si la vida tiene o no sentido, un «no sé qué divino» que ya intuyó el santo de Hipona y que le saca de las entrañas del infierno para hacerle dueño de su libertad, sin que nada ni nadie se la pueda arrebatar.

Y es que no hay quien pueda privar al hombre de lo que le hace hombre, pues no es la vida como existencia lo que le define, sino la posibilidad de arriesgarla y, llegado el momento, entregarla libremente por aquello que es mucho más grande que ella misma: por la Verdad. Solo entonces encontramos algo por lo que vivir.

Más sorprendente aún que el testimonio del gran héroe austríaco me resulta comprobar cómo tú, joven sin sentido, a diferencia de aquel hombre que lo dio todo cuando nada le quedaba, te niegas a hacer nada teniéndolo ahora todo. Con todo a tu favor, nos demuestras que no hay mayor enemigo para tu libertad que tú mismo, que no estás condenado a esa desidia que te acompaña y que te asfixia cada vez más por el simple hecho de haber nacido, sino que eres tú y nadie más el responsable de tu desgracia porque te niegas a nacer de nuevo.

Este es el joven moderno sin sentido, un joven que lo tiene todo pero que no es absolutamente nada; un joven distraído por lo mucho que posee en su exterior, y carcomido por la angustia de su vacío interior, la verdadera enfermedad de nuestro tiempo; un joven que pretende cobrar su fortuna vendiendo los valores más nobles de su juventud. Pero la felicidad no se puede comprar, pues ésta es «la consecuencia de dar lo mejor de nosotros mismos por la verdad». ¡Por la verdad! Cualquier otra ambición no es más que el triunfo del ego y el fracaso de la libertad real del hombre, pues quien vive para uno mismo no vive, sino que agoniza.

Puesto que nadie nos puede arrebatar nuestra libertad, como demostró Frankl, tampoco nosotros podemos escapar de ella. Por eso la vida es «pura exigencia», es ejercer en todo momento esa responsabilidad que nos viene impuesta, porque eso es lo que somos. ¡La libertad se nos concede porque debemos ponerla a servir! y en el momento en que rechazamos este deber, el único que nos libera, negamos también ese derecho al sentido que tanto anhelamos.

Este es el joven moderno sin sentido, un joven que lo tiene todo pero que no es absolutamente nada; un joven distraído por lo mucho que posee en su exterior, y carcomido por la angustia de su vacío interior, la verdadera enfermedad de nuestro tiempo; un joven que pretende cobrar su fortuna vendiendo los valores más nobles de su juventud. Pero la felicidad no se puede comprar.

Durante muchos años, también yo hice de mi vida un esfuerzo continuo por evitar enfrentarme a esta verdad. Por miedo a descubrir qué era lo que Ella quería de mí, me empeñé en hacer de Ella lo que yo quería. Me negaba a tener que cargar con esa cruz cuando podía marchar libremente a «inventarme a mí mismo», el último de los lemas redentores. Pero pronto aprendí que la vida no se hace, a la vida uno se entrega. Mi vida estaba llena, pero a mí me faltaba ese último empuje que el ego rechaza y que la razón es incapaz de acometer. Me faltaba la fe.

Sin la fe en la Verdad, mi mente andaba confundida y mi alma partida en dos: todo lo que amaba y me llenaba de sentido aparecía como indemostrable y, por tanto, como algo falso a lo que debía renunciar; todo lo que podía confirmar como cierto, lo encontraba vacío e irrelevante. Entendí finalmente que no había mucho que entender, ¡que aquí había que morir! Me tocaba creer para demostrar, y no al revés. Pues la Verdad tiene ese punto necesario de misterio, resulta evidente en lo insignificante e imposible de concretar en lo que más importa; pone como condición un sacrificio que crece según nos acercamos más a ella; nos exige que creamos allí donde más imprescindible resulta, pues ha de quedar espacio para que la fe imprima el valor en ella, y en nosotros. Sirva como ejemplo lo más real y esencial de nuestra existencia, aquello que nadie puede cuestionar, pero tampoco probar: el amor. Solo cuando confiamos en él, se convierte en la cosa más cierta e indestructible que tenemos, tan pronto como lo intentamos confirmar, desaparece. Porque no es el conocimiento que encierra la verdad, sino el amor que se desprende de ella lo que hace que esta merezca la pena. Por eso, conocerse y entregarse son, en el fondo, la misma cosa…

De toda esta larga e interminable lucha por saber quién soy, nada ha sido tan difícil como admitir que para ser libre, he de vivir de rodillas ante la Verdad; que para llegar a vislumbrar su esquivo reflejo, no me basta con aceptarla, sino que he de amarla con todo mi ser; y que la única manera de ser merecedor de mi humanidad es aspirando una y otra vez a lo divino que hay en mí.

Ahora todo ha cambiado. Desde esta nueva altura veo con claridad el camino y atisbo la meta en el lejano horizonte. Ya no me confunde la visión distorsionada que por tanto tiempo mi orgullo me ofreció; ya no me entorpecen las distracciones mundanas con las que tantas veces tropecé y en las que mi deseo y mi debilidad se aliaban contra mí; ya no hay miedo que me impida continuar cuando el camino se estrecha y la noche oscura cae sobre mí, llenándolo todo.

Ahora solo queda caminar. Caminar con pisada confiada en aquello que ni veo ni escucho, pero que creo, sabiendo que esta vez encontraré suelo firme bajo mis pies. Caminar con rumbo cierto, pues ya no es la titubeante brújula de una razón acobardada la que manda en mí, sino «el argumento de esas cosas que no aparecen en la mente», pero que se esperan en el corazón. Caminar para amar desde la Verdad, pues, ¿de qué otra cosa sirve esta si no soy yo quien le sirve a ella?

No es quién soy lo que se pregunta el hombre libre, sino para quién soy. Esa es la pregunta al final del camino, la luz que ilumina nuestra vida y que revela la verdad de lo que somos. La primera nos clava en la cruz de nuestro ser, pero la segunda retira la piedra que nos separa de la auténtica salvación.

Antes era mi amor propio el motivo de mi insomnio, ahora es la Verdad la fuente que llena, finalmente, mis días de sentido.

¡Resurrección!

 

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