Dead man walking (“Hombre muerto caminando” o «Pena de muerte» en los países hispanos) es una película estadounidense de 1995, basada en la historia real de la hermana Hellen Prejean, consejera espiritual de Mathew Poncelet, un homicida condenado a muerte en Louisiana. En las cárceles de Estados Unidos, la expresión “hombre muerto caminando” se refiere, a un preso que está encarcelado en el ala especial de la prisión, reservada a los condenados a muerte, y que realiza su último viaje caminando desde su celda hasta el lugar de ejecución.
Si lo pensamos bien, y más hoy en día, ¡cuántos hombres muertos caminando hay en el mundo!, personas que no solamente estás sufriendo injusticias, enfermedades, pérdidas de seres queridos sino que ya no creen, no esperan y no aman nada.
Hombre vivo
Es por eso que se necesitan hombres vivos caminando en el mundo, y esta es, pues, la definición perfecta para el hombre cristiano, ya Hombre Vivo por excelencia, “que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos”. En la literatura encontramos dos excelentes ejemplos de tales hombres vivos: El idiota, del autor ruso Fiódor Dostoyevski, y el Manalive (Hombre vivo) del inglés Gilbert K. Chesterton. Los protagonistas de las dos novelas son personajes bastante ingenuos y excéntricos, pero muy compasivo, y especialmente Innocent Smith, el Hombre vivo de Chesterton, que consigue cambiar a mejor las situaciones las vidas de las personas con las que se cruza, a pesar de estar injustamente acusado de diversos delitos, simplemente porque es un hombre feliz que desea transmitir a los demás la alegría de su propia vida.
No sólo “Hombre vivo”, pues, sino “caminando”. Caminar, de hecho, era también típico de ese Hombre vivo que se desplazaba a pie por Galilea, Judea y Samaria hasta Jerusalén, haciendo el bien y curando a los oprimidos. Y este concepto ha sido asimilado por la antropología cristiana, que da a la peregrinación un significado no diferente, sino más rico y complejo que en la tradición judía.
Efectivamente, en el cristianismo la peregrinación ya no es sólo el desplazamiento de un punto a otro, sino la vida misma, una peregrinación física y espiritual por los caminos del mundo.
Ya en la Edad Media, al hombre cristiano se le consideraba homo viator, es decir, peregrino por definición, un ser que continuamente consagraba y re-consagraba, y no solamente a sí mismo, sino también los caminos sagrados que recorría (como el de Santiago de Compostela, la Vía Francígena o los caminos hacia Jerusalén). Sin embargo, no era tanto el hombre el que se sacralizaba con la peregrinación, sino todo lo contrario: el hombre nuevo, convertido en templo de Dios y cuerpo del Hombre vivo, era el instrumento de una teofanía, de una manifestación de lo divino, a través de las oraciones y del camino que recorría, es decir como Jesús pasaba haciendo el bien.
Hombre vivo que camina
Y esto puede relacionarse con el concepto antropológico de espacio (kaos) que se distingue del lugar (kosmos) precisamente por la presencia, en el kosmos, de lo sagrado, por lo que lo en un principio sería salvaje, lleno de demonios y supersticiones, inexplorado e incivilizado se convierte en consagrado a Dios, civilizado, bien ordenado, gobernado, seguro. A los caminos sagrados y los santuarios de la Europa medieval, por eso, se los consideraba arterias de civilización y sacralidad en una tierra que, sin ellos, se quedaría bárbara. Pero esas arterias se hubiesen quedado vacías sin la sangre que corría por ellas, es decir los peregrinos, los Hombres vivos, la Vida.
Sin embargo, en un determinado momento de la historia, entre los siglos XIV y XV, las grandes peregrinaciones medievales, símbolo de una devoción de masas, de una teofanía de masas, dieron paso a un concepto que no las sustituyó, sino que las integró en la vida cotidiana: la devotio moderna, es decir, ese movimiento de renovación espiritual de los siglos XIV y XV que pretendía construir una religiosidad más íntima y subjetiva, una “espiritualidad individual”, frente a la piedad colectiva de la Edad Media. El “nosotros” se hace “yo”.
La devotio moderna, cuyo nacimiento se debe en particular a Geert Groote (1340-1384), diácono y predicador católico holandés, que tuvo como Magna Charta el libro La imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, y que se centraba en la importancia del recogimiento individual y la oración, con la lectura personal de la Biblia y la imitación de Cristo en la vida ordinaria. De hecho, este movimiento, además de impulsar una reforma de la vida religiosa y de la formación individual, se concentró también en el apostolado de los laicos, extendiéndose desde Holanda a Bélgica, Alemania y Francia, llegando después a España e Italia, influyendo en algunos de los pilares de la Contrarreforma católica: el beato Jan van Ruusbroec, en Bélgica; santa Teresa de Ávila, san Juan de la Cruz y san Ignacio de Loyola, en España; san Felipe Neri, en Italia; san Francisco de Sales, en Francia.
¿Qué tienen en común todas estas grandes figuras que acabamos de enumerar?
Pues bien, son portadores de un mensaje antiguo, pero nuevo para la época: se puede ser santo sin ser sacerdote ni monje, pero también laico, en la vida cotidiana. Basta con ser un hombre vivo y caminar, o mejor dicho, pasar por el mundo viviendo su propia condición de hombre casado, trabajador, artista, profesional, etc. de forma santa y alegre. Ejemplo de ello fue, en particular, San Felipe Neri, quien fundó el Oratorio, cuya definición, de la palabra latina os, boca, indica la relación íntima, boca a boca, entre Dios y e hombre (en el cual Dios insufla aliento de vida), una relación diaria que se caracteriza también por los encuentros de oración que este santo tenía con sus amigos, en las que se trataba familiarmente la Palabra de Dios y se compartía, y en las cuales los laicos eran parte activa, y no sólo pasiva (como durante las homilías de misa). Y hay que decir que el propio san Felipe, cuando “desarrollo” el Oratorio, era un laico.
La santidad en lo cotidiano
Este concepto fue retomado también primero por San Francisco de Sales (considerado sucesor ideal de San Felipe Neri, ya que fue el primer oratoriano fuera de Italia) y, siglos después, por el fundador del Opus Dei, san Josemaría Escrivá de Balaguer, gran admirador de san Felipe Neri y san Francisco de Sales, y, por último, por el mismo Concilio Vaticano II. Leemos, de hecho, en la Exhortación Apostólica post-sinodal Christifideles Laici, de San Juan Pablo II:
«Los fieles laicos participan en el oficio sacerdotal. [—] Dice el Concilio hablando de los fieles laicos: «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso espiritual y corporal, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo, [—] como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran a Dios el mundo mismo». La participación en el oficio profético de Cristo [—] «habilita y compromete a los fieles laicos a acoger con fe el Evangelio y a anunciarlo con la palabra y con las obras, sin vacilar en denunciar el mal con valentía. [—] Son igualmente llamados a hacer que resplandezca la novedad y la fuerza del Evangelio en su vida cotidiana, familiar y social, como a expresar, con paciencia y valentía, en medio de las contradicciones de la época presente, su esperanza en la gloria «también a través de las estructuras de la vida secular». Por su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los fieles laicos participan en su oficio real y son llamados por Él para servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia. [—] Pero los fieles laicos están llamados de modo particular para dar de nuevo a la entera creación todo su valor originario. Cuando mediante una actividad sostenida por la vida de la gracia, ordenan lo creado al verdadero bien del hombre, participan en el ejercicio de aquel poder, con el que Jesucristo Resucitado atrae a sí todas las cosas y las somete, junto consigo mismo, al Padre, de manera que Dios sea todo en todos.»
Como vemos, la Exhortación Apostólica de San Juan Pablo II y el Concilio Vaticano II recogen perfectamente los conceptos expresados anteriormente y de los que han sido tan mensajeros los santos que hemos mencionado, para que todo hombre sea Hombre vivo y Homo sapiens. El ser humano, en efecto, está hecho de tierra (humus), pero también es sapiens (de la palabra latina sapere, que en un principio indica, más que el conocimiento, la sabiduría, es decir tener y dar sabor). Yo diría que si, como recomienda Pablo en su Carta a los Hebreos, nos fijamos en el desenlace de la vida de nuestros guías e imitamos su fe, podemos observar tres ingredientes básicos que pueden ayudarnos a nosotros también a ser Hombres vivos caminando y Homini sapientes (o sea plenamente humanos, pero también plenamente divinos, reyes profetas y sacerdotes que viven caminando en la vida diaria) pueden ayudarnos.
Son “las tres H”: humildad; humanidad; humor. Y son tres ingredientes para tener y dar más sabor y tres términos que derivan todos de la misma raíz latina humus, que es la de humilitas, humanitas, pero también la de homo (hombre):
· Humilitas (humildad): conciencia de su propio límite, del hecho de estar compuestos de materia, de tierra; de ser pobres frente a la edad, la muerte, la enfermedad, la inevitabilidad del destino, el paso del tiempo, de Dios que es el Absoluto; de ser frágiles; de poder equivocarnos; y, al mismo tiempo, conciencia nuestro propio potencial y de nuestra unicidad. La humildad, la verdadera humildad, es, en una sola palabra, equilibrio (y San Francisco de Sales fue insuperable maestro a la hora de expresar ese equilibrio cristiano);
· Humanitas (humanidad): consecuente a la humildad, la humanidad es ese respeto por uno mismo y por los demás que sólo puede venir de conocerse en relación con Dios primero y con el prójimo después. Sólo con humildad y humanidad se puede ser un don para los demás, respetando límites como las diferencias de edad, experiencia y cultura, y prestando atención a bienes como la cortesía, la educación y el respeto debido a Dios, en primer lugar, pero también a los mayores, a los patres, es decir, quienes nos guían con el ejemplo y las virtudes adquiridas con años de sacrificio, práctica y abnegación;
· Humor (humor): la humildad que resulta de la conciencia de la propia limitación, unida a la alegría de la relación con los demás hombres, pero sobre todo unida a la felicidad de ser mirado y amado por Dios (quien “ha mirado la humildad de sus esclavos”) de estar rodeado de sus cuidados, de haber recibido el don de la Vida eterna, lleva a una inevitable ligereza: uno no se toma demasiado en serio a sí mismo y, aunque cometa errores, se perdona, con alegría. Dios se ha revestido de nuestra humanidad y nos ha revestido de su divinidad: ¿qué mejor noticia? Somos amados por el Amor: podemos, por tanto, reírnos de nuestros defectos y errores, pero también de los de los demás: una risa que no es burla ni escarnio de algo o de alguien, sino simplemente “hacer la vista gorda”.
«
Las tres H: humildad; humanidad; humor. Y son tres ingredientes para tener y dar más sabor y tres términos que derivan todos de la misma raíz latina humus, que es la de humilitas, humanitas, pero también la de homo (hombre):
- Humilitas (humildad): conciencia de su propio límite, del hecho de estar compuestos de materia, de tierra; de ser pobres frente a la edad, la muerte, la enfermedad, la inevitabilidad del destino, el paso del tiempo, de Dios que es el Absoluto; de ser frágiles; de poder equivocarnos; y, al mismo tiempo, conciencia nuestro propio potencial y de nuestra unicidad. La humildad, la verdadera humildad, es, en una sola palabra, equilibrio (y San Francisco de Sales fue insuperable maestro a la hora de expresar ese equilibrio cristiano).
- Humanitas (humanidad): consecuente a la humildad, la humanidad es ese respeto por uno mismo y por los demás que sólo puede venir de conocerse en relación con Dios primero y con el prójimo después. Sólo con humildad y humanidad se puede ser un don para los demás, respetando límites como las diferencias de edad, experiencia y cultura, y prestando atención a bienes como la cortesía, la educación y el respeto debido a Dios, en primer lugar, pero también a los mayores, a los patres, es decir, quienes nos guían con el ejemplo y las virtudes adquiridas con años de sacrificio, práctica y abnegación.
- Humor (humor): la humildad que resulta de la conciencia de la propia limitación, unida a la alegría de la relación con los demás hombres, pero sobre todo unida a la felicidad de ser mirado y amado por Dios (quien “ha mirado la humildad de sus esclavos”) de estar rodeado de sus cuidados, de haber recibido el don de la Vida eterna, lleva a una inevitable ligereza: uno no se toma demasiado en serio a sí mismo y, aunque cometa errores, se perdona, con alegría. Dios se ha revestido de nuestra humanidad y nos ha revestido de su divinidad: ¿qué mejor noticia? Somos amados por el Amor: podemos, por tanto, reírnos de nuestros defectos y errores, pero también de los de los demás: una risa que no es burla ni escarnio de algo o de alguien, sino simplemente “hacer la vista gorda”.
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