La vida cuestionada: tecnicidad y postmodernidad

Según la encíclica Evangelium vitae, el tema de la vida es un asunto que marca una época para la cultura contemporánea y lugar crucial de la experiencia, porque sobre este tema se juega hoy la suerte de lo humano. Eso depende de que sobre tal argumento convergen de modo inédito los más comprometidos interrogantes ontologico-metafísicos, las más radicales disputas morales y el más refinado poder tecnológico. Así que el tema de la vida es un paradigma de la entera condición del hombre del siglo XXI.

Hoy la investigación científica ya proporciona al poder tecnológico instrumentos inéditos para entrar en el sagrario de la sexualidad, de la generación y de la identidad misma del sujeto humano. El hecho de que sea técnicamente posible escindir la figura materna en “biológica”, “gestante” y “legal”, es ejemplo de una desconcertante alteración antropológica, que viola la principal referencia que la civilización humana ha reconocido siempre para constituir la identidad del sujeto. La descomposición y recomposición del procedimiento reproductivo es sólo un hecho técnico, pero tiene repercusiones antropo­lógicas y culturales de inmenso alcance. Asistimos hoy, no sólo a la separación de sexuali­dad y generación a través de las técnicas anticonceptivas y de fecundación artificial, sino también a la separación de biología y biografía de los sujetos, de cadena germinal y genealogía de las familias, de funciones orgánicas y experiencia subjetiva. En general, la intervención del poder tecnológico crea condiciones absolutamente nuevas en la relación sexual y en la relación del sujeto con el propio origen.

Hablando así, de ninguna manera estamos demonizando la técnica, sino que estamos sólo intentando entender la naturaleza de un fenómeno con respecto a las vivencias profundas del sujeto humano. En efecto, el procedimiento tecnológico da lugar —como acostumbra a expresarse J. Ladrière— a un fenómeno de “inducción existencial”, por lo que se tiende a considerar a los seres humanos a imagen de los objetos tecnológicos, esto es, a privilegiar lo construido sobre lo vivido, a ver todo el mundo bajo del perfil de su posible objetivación y a considerarlo, por tanto, como contenido de dominio. En definitiva, se acaba pensando que la realidad está hecha de individuos y de cosas, sin interrogar sobre la realidad y sobre el sentido de las relaciones de los individuos con las cosas y, sobre todo, de las de los individuos entre ellos.

Por otra parte —y es el segundo aspecto de la reflexión— la cuestión del poder tecno­lógico se trenza con una visión general de las cosas, que decide su sentido y su orienta­ción. Se habla de post-modernidad para indicar el horizonte cultural del hoy. Ella concierne a algo que no sólo tiene relevancia para la filosofía, sino que concierne a la difusa orienta­ción de la mentalidad, sensibilidad hacia los valores y, en definitiva, el sentido común compartido. El corazón de la sensibilidad post-moderna está en la crisis de confianza —que ha sido típicamente moderna—, en la capacidad racional de dominar conceptualmente la entera realidad. El racionalismo moderno, en efecto, había llegado al énfasis de una razón que consideraba a la par con la totalidad de sentido de la realidad, idéntica en suma con la totalidad y por tanto divina. La razón que toma plena conciencia de sí se descubre totalidad exhaustiva, idéntica a la verdad y al bien y por lo tanto totalmente autosuficiente, divina; el perfecto racionalista llega en suma a adorar el propio pensamiento. Si la razón es todo, ella anima y sostiene cada acontecimiento y, por lo tanto, la historia humana es necesa­riamente lugar de progreso racional, de advenimiento de la mejor suerte del hombre. La fidelidad a la razón, por eso, lleva consigo la garantía de un dominio benéfico del mundo, de una organización válida de la sociedad, de un regimiento feliz de la política.

La crítica interna de esta razón divina y las trágicas derrotas de la historia del siglo XX han inducido una revisión radical de la pretensión totalizadora de la racionalidad moderna. Y con ella ha sido arrollado también todo tipo de búsqueda de fundamentos, también del que no apela a la autosuficiencia de la razón pero reconoce a ésta una constitutiva depen­dencia del Todo auténtica­mente divino, del Dios trascendente. Así que lo que resta al final del proceso es una condición fragmentaria de la experiencia: la experiencia no atestigua más que fragmentos de sentido, sin la posibilidad de encontrar un fundamento común, un criterio unificador. La razón post-moderna ya no cree en las “grandes narraciones” (F. Lyotard) que dan sentido unitario a la experiencia y acepta, por consiguiente, que cada ámbito de la existencia vaya por su cuenta, gozando de su finitud según sus propios crite­rios internos, sin certeza de su verdad y de su valor. Ontología y ética de la finitud sin fundamento parecen así constituir el horizonte cultural más comprensivo de hoy, por debajo y más allá del proclamado pluralismo contemporáneo.

Está claro que en estas condiciones hay una convergencia objetiva entre una razón que renuncia a un fundamento cierto y una tecnicidad cada vez más potente y por tanto siempre más auto­justificadora.

Por esto, para la mentalidad postmoderna, la cifra más adecuada de la experiencia es la del juego, no tanto en el sentido evasivo y suspensivo del término, cuanto más bien en el de la acción auto­justificadora: la libertad del juego expresa conjuntamente la falta de fundamento y la regularidad, la incertidumbre y el empeño, la casualidad y la esteticidad, la indiferencia y la emocionalidad típicas del sacar experiencia por parte del hombre contemporáneo.

 

«¿Acaso en las tinieblas se conocen tus prodigios, tu justicia en el país del olvido? (Sal. 87, 13)»

Formas del nihilismo

La orientación filosófica más cónsone al clima cultural postmoderno es el nihilismo, en el cual hallan rigor y justificación las actitudes típicas de la ética contemporánea. La geografía del nihilismo es compleja. A nosotros nos interesa reflexionar sobre dos formas fundamentales, que, si bien son antitéticas entre ellas, convergen paradójicamente en su orientación sobre la “cuestión de la vida”.


El nihilismo hermeneútico

La primera forma de nihilismo (de tradición hermenéutica) coincide con la punta extrema de la crítica a la modernidad o, incluso, a la filosofía occidental en cuanto tal. En primera instancia, el nihilismo halla alimento en su polémica contra la divinización de la razón operada por el idealismo metafísico y contra la íntima contradicción de una meta­física (como la hegeliana) que afirma un absoluto perfectamente medido por la razón y una religiosidad “sin misterio”.

El ateísmo de los Strauss, Bauer, Feuerbach era, en efecto, la “revelación” de la naturaleza íntimamente atea de la teología metafísica idealista. El virulento ateísmo de la Izquierda hegeliana es ya una primera fase del nihilismo como aniquilamiento de las formas residuales de trascendencia. Es la fase del nihilismo que Nietzsche llama “pasivo” o “reactivo”, en que el absoluto humano quiere sustituir al divino. Pero el cometido se cumple con el ulterior paso a la forma “activa” del nihilismo, en la cual —como afirma G. Deleuze— ya no se emprende la lucha por ocupar el lugar de Dios, sino que se niega sentido y valor al “lugar”: es el abandono del sentido del absoluto como tal, ya sea divino o antropológico.

De aquí nace una orientación antimetafísica o, de todos modos antitrascendente, en la que son rechazados todos los criterios que conducen a una representación del ser y del existente en términos de unificación y de perfección, de participación y de totalización. En este sentido, el nihilismo contemporáneo coincide con la post-moderna “caída de las gran­des narraciones” (F. Lyotard) y con la propuesta de formas culturales sin “arquetipos”.

Con lo dicho converge también el resultado del nihilismo hermenéutico, que se define no con relación a la crisis de la modernidad, sino —más radicalmente— a la crítica de la identidad originaria de Occidente como tal, del que cristianismo y modernidad serían sólo grandes episodios que hacen época. El nihilismo coincide aquí con la figura originaria de Occidente, porque en esta perspectiva no serían nihilistas los resultados de la modernidad, sino la pretensión misma del logos griego de objetivar metafísicamente lo divino y de dominar técnicamente el mundo. Objetivación y dominación que se reproponen y se trans­forman a lo largo de la historia de Occidente, en particular por obra del objetivismo teo­lógico cristiano y por obra de la nueva ciencia y de su corolario tecnológico, en el que acaba la occidental parábola historico-cultural del olvido del ser (M. Heidegger) o del primado de la nada (E. Severino).

El nihilismo contemporáneo, sin embargo, no quiere ser la pasiva recepción de la crisis del logos occidental, sino su positiva superación: no se debe confundir el objeto de su reflexión crítica (el resultado desintegrador del acontecimiento moderno u occidental, o ambos) con su intención positiva (la superación del resultado “negativo” de la modernidad o de la entera parábola occidental). Las diversas formas del nihilismo contemporáneo, en efecto, tienen en común la actitud crítica frente a la tradición metafísica y a la mentalidad técnica occidental, en cuanto formas de objetivación restrictiva del sentido de la realidad, y por eso atribuyen el primado a la idea de “acontecimiento” (antes que a la de dato, de estructura, de principio, etc.) y a aquella de finitud del ser: se podría decir, por lo tanto, que el nihilismo se propone hoy cual rescate del sentido positivo en la eventualidad finita. En este sentido el nihilismo es afirmación nueva de la “gratuidad” del ser que acaece, de su indisponibilidad última, del “misterio” (neutral) del mundo. Es este último, sin duda, el aspecto más interesante de la reflexión nihilista, porque está sostenida por una visión del mundo como acontecimiento gratuito, como evento sin fundamento intelectualmente domable, en la que reaparece un sentido del misterio que pone en crisis definitiva toda pretensión racionalista y está disponible también a nuevas formas de religiosidad sagrada.

Sin embargo, las razones que el nihilismo hace valer frente al objetivismo y al espíritu de dominio no son suficientes para justificar el juicio sobre la técnica entendido exclusiva­ente como forma del pensamiento dominador sin ninguna valencia “reveladora” de la verdad sobre el mundo y sobre el hombre; y también la concepción de toda la metafísica occidental como pensamiento objetivador del ser parece una simplificación inaceptable, sobre todo respecto a filosofías como el neoplatonismo o el tomismo originario.

Pero sobre todo la voluntad de salvar el ser como evento, como diferencia positiva y acaecer gozoso en ausencia de toda mediación metafísica evidencia la aporía del nihilismo, el cual —abandonando el acaecer al flujo del devenir y a la diseminación de lo múltiple— lo reduce a la nada de su pasar y de su disiparse.

El nihilismo positivista

La segunda forma nihilista (de tradición positivista) —a la que se hizo referencia y está ampliamente difundida en los ambientes influidos por la filosofía analítica— no perte­nece a la historiográficamente reconocida genealogía del “nihilismo”, pero practica eficaz­mente un riguroso nihilismo antropológico y axiológico. Me refiero al así llamado “natura­lismo” y al “reduccionismo” fisicalista. Contrariamente al nihilismo hermenéutico, esta forma nihilista no da valor cognoscitivo de realidad más que al conocimiento científico y no reconoce como práctica sensata más que la tecnico-científica, considerando con desenvol­tura éstas como las únicas acreditadas modalidades del saber y del obrar. El nihilismo naturalista reivindica la exclusiva validez epistemológica y axiológica de la objetivación teórica y de la manipulación práctica, respecto a las cuales el saber metafísico aparece como opinión cultural, y la valoración moral como creencia subjetiva, en suma como un pseudo-saber.

En conclusión, por vías opuestas, estas formas del nihilismo contemporáneo llegan al resultado común de negar la existencia de identidad, permanencia y orden ontológicos metafísicos, presupuesto de los resultados antropológicos del nihilismo bioético.

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El nihilismo contemporáneo no cultiva con particular atención la cuestión de la libertad; al contrario, está habitado por muchas instan­cias antilibertarias, que ven la libertad humana subordinada —si no anulada— por las condiciones fisiológicas/neurológicas o culturales del actuar humano

Las formas del nihilismo convergen, en efecto, en la negación de estructuras ontológi­cas relevantes para las valoraciones bioéticas y, a la vez, dejan espacio a un pathos liber­tario, en el cual la libertad humana halla una salida exasperada y, por eso, desesperada.

El ataque convergente a la tradición metafísica clásica, por parte de las dos formas de nihilismo a las que se ha hecho referencia, trae consigo la notable consecuencia de privar al pensamiento contemporáneo de las categorías necesarias para pensar la identidad antropológica. En efecto, está claro que la desestructuración ontológica promovida por el nihilismo hermenéutico y la reducción de la ontología al plano de las funciones y de las relaciones en el nihilismo ciencista restan consistencia a la identidad ontológica de los entes y de los sujetos; ya sea a la identidad sincrónica estática, ya sea a la diacrónica dinámica. Sin una ontología adecuada, en efecto, es imposible pensar el subsistir del sujeto en la unidad y en la diferencia de sus operaciones, así como es imposible pensar el perma­necer de su identidad en el cambiar de su proceso evolutivo. En términos clásicos, tal unidad de lo múltiple es pensada como relación de “substancia” y “accidentes”; y tal identi­dad en la diversidad, como relación de “acto” y “potencia”.

En las cuestiones bioéticas, este diagrama de ejes cartesianos de sustancia/accidentes y acto/potencia resulta indispensable para no dispersar la identidad individual en la multi­plicidad de sus características, de sus operaciones y de sus relaciones. Al contrario, una ontología débil como la hermenéutica o descriptiva como la científica se quedan inevita­blemente en el ámbito de las operaciones del sujeto, exaltan las diferencias y funciones de éste y restan impotentes para pensar el núcleo ontológico permanente y no aparente del sujeto mismo.

Así, por ejemplo, el feto no es considerado persona porque de la persona todavía no se ven sus operaciones específicas (análogo discurso podría hacerse para la persona gravemente minusválida); o bien al sujeto en situación de coma irreversible se le niega la dignidad de su existencia personal, porque ya no está dotada de específicas operaciones personales. Pero, nótese que, en general, situaciones humanas fundamentales, como el pudor, la fidelidad, el perdón devienen inimaginables si no es posible distinguir entre la identidad sustancial de la persona y sus operaciones y características particulares.

Igualmente sin la polaridad del ya-en-acto y del no-aún no es posible pensar la histo­ria unitaria del individuo, cuya vicisitud biográfica resulta inevitablemente segmentada en episodios sin continuidad. Así al embrión no puede serle reconocida la dignidad de persona, porque no sólo carece todavía de las específicas operaciones del ser personal, sino que ni le es reconocida la posibilidad intrínseca y determinada de adquirirlas.

En tal modo el mundo entero y el humano en especial aparecen exclusivamente como un haz de operaciones en acto, adecuadamente describibles y manejables, que no remiten de nuevo a una realidad indescriptible e intangible, que siempre excede a la presa cognos­citiva y práctica. Un universo sin sustancia y sin potencia es, por lo tanto, una realidad que no excede las relaciones operacionales y que no tiene un plano de desarrollo propio; por esto es un universo ofrecido a la plena disponibilidad de quien consiga interaccionar con él. Un universo que, en definitiva, no escapa en absoluto al logos dominativo moderno u occidental (como querría, en cambio, el nihilismo hermenéutico), antes bien le ofrece aún menos resistencia. Y no sólo esto, sino que es un universo que solicita la libertad de admi­nistrar con la máxima disposición a sí mismo y al mundo.

Por esto a un universo sin fisonomía ontológica dotado de un orden intrínseco corres­ponde necesariamente un pathos libertario. El nihilismo contemporáneo no cultiva con particular atención la cuestión de la libertad; al contrario, está habitado por muchas instan­cias antilibertarias, que ven la libertad humana subordinada —si no anulada— por las condiciones fisiológicas/neurológicas o culturales del actuar humano. Sin embargo, la ausencia o la incertidumbre del discurso sobre la libertad combinadas con aquella cierta representación del mundo abre espacios para una práctica libertaria de la libertad, a la que —en definitiva— es muy sensible la cultura postmoderna.

La idea de que todos los ámbitos de la experiencia humana no sean sino ejercicios de libre elección y por eso estén enteramente “a disposición” parece ser hoy la idea dominante en el ethos occidental contemporáneo. Es evidente que la costumbre laicista occidental está pegada —casi enrollada— a determinadas formas de comportamiento, a determinados estilos de vida —hechos ya tabú indiscutible—, formas obvias de nuestro vivir pluralista y tolerante. Se trata de las cuestiones de la identidad sexual, de la relación entre los sexos, del aborto, de la eutanasia —cuyo común denominador es la persuasión de que sexualidad, afectos, paternidad/maternidad, vida/ muerte son campos de ejercicio de la libertad, en los que el sujeto moderno (o lo que resta de él) se juega toda su consistencia y dignidad—. La defensa de la libertad es, en efecto, el argumento público por excelencia en apoyo de la provisionalidad de los vínculos afectivos, de la equivalencia antropológica y moral de las identidades sexuales (hetero/homo/bi/trans), de la fecundación tecnológica, de la disponi­bilidad del feto y de la propia vida, que por ende son elecciones que deben defenderse a ultranza —cueste lo que cueste—, porque está en juego la libertad de los individuos y de las conquistas de la modernidad.

Búsqueda de la verdad

Esto significa que el contenido de la elección ha sido ya reabsorbido por la forma de la libertad: no cuenta si lo escogido es bueno o malo, sino sólo si ha sido escogido, o sea, es la forma del ser escogido la que atribuye valor al contenido. Indiferencia del contenido, por tanto, y triunfo de la forma. Atrás queda la anulación de la necesidad de “medida” intrín­seca a la libertad (R. Alvira) y abandono de la idea de la libertad como adhesión al bien, siendo lo mismo escoger el único bien. Por esto los debates sobre los temas éticos de nuestro tiempo son a menudo diálogos entre sordos. Resulta inútil llamar la atención sobre la realidad de los hechos, sobre las razones de las cosas, sobre el fin de la persona (cuya identidad sustancial y cuyas posibilidades objetivas no son reconocidas), porque el primado de la libre elección es el argumento único y monótono, siempre pronto y vencedor.

Éste parece ahora ya el único criterio que va en cabeza del respeto, del diálogo, de la tolerancia, en fin, de los mayores valores públicos del avanzado Occidente, cuyo contenido, en efecto, no es sino el espacio neutro de las opciones posibles. Con estos supuestos, se dialoga para ejercitar la libertad de diálogo, no para buscar la verdad; no interesa la recti­tud de las cosas y el destino de las personas, basta garantizar la libertad formal de las elecciones; hasta en los debates públicos cada apreciación de valor en relación con el contenido puede ser considerada una falta de respeto, casi una ofensa para las personas. En realidad, la indiferencia ostentada hacia el contenido deviene sustanciosa indiferencia hacia las personas.

Evidentemente no está en discusión el valor de la libre elección, del respeto, del diálogo, de la tolerancia, sino que se nos interroga sobre el hecho que la idea de las liber­tades se está reduciendo cada vez más a un significado único y aislado y que éste parece ser el último mas abstracto fundamento de valor del ethos occidental. Y no sólo esto, sino que es legítimo sospechar que el desenganche de la libertad respecto al bien —a un bien que no sea ella misma sino una alteridad real— no ponga sólo la libertad en una condición de estéril abstracticidad, no la haga sólo tautológica y narcisista, sino que hasta la ponga en peligro, porque una libertad así reducida lleva consigo un destino de muerte. Este fatal destino no es evidente; al contrario, la embriaguez libertaria da la impresión de fuerza emancipada, de vigor emprendedor: ¿no se puede hacer finalmente lo que se quiere?, ¿no es definitivamente libre el actuar?

Y en cambio querríamos subrayar que una libertad tautológica lleva en sí una lógica suicida, que tiene el poder de conducir una civilización a su apagamiento. Se habla de la “cultura de la muerte” que invade nuestro tiempo: estamos hipotizando que su principio esté en la contradicción mortal en la que llega a encontrarse una cierta práctica de la libertad. ¿A qué se reduce, en efecto, una abstracta libertad de elección? Simplemente: a la capacidad de escoger, al poder de elección. Al poder del sí y del no, de esto más que aquello. Poder identificador y exaltador: cuando un niñito dice su primer “no”, algo nuevo sucede en el universo, una identidad nueva ha comenzado a afirmarse. Pero si, creciendo, el mismo niñito siguiese sin decir más que “sí” o “no”, sin preocuparse del valor de las cosas en juego, sin pasión y drama por su mismo bien, sino sólo por la satisfacción de ejercitar su poder —cada vez más atrincherado en la idea de que éste sea el único bien que haya que defender hacia todo y contra todos— ¿no se convertiría en breve en un ser odioso, y luego, creciendo el poder de su disposición (técnica, política, cultural), también peligroso y, en fin, terrible?

Terrible en última instancia hacia sí mismo, porque acaba por no poderse sustraer    —antes o después— a la condición de deber dar la prueba de su señorío absoluto. El creci­miento mismo de su poder —tecnológico, por ejemplo— lo constreñiría a un pensamiento sutil, extraño, pero perfectamente coherente con su lógica de vida, clavándolo a un destino objetivo e inexorable: sólo un gesto extremo tiene el poder de demostrar que el dominio último de la libertad de elección no es un absurdo, sino que es el verdadero, único absoluto bien. El poder absoluto de un ser finito (pero al cual le queda siempre el defecto de no haberse dado la vida) está, en efecto, en el apoderarse de su vida; mas no pudiéndosela dar tiene una única vía para demostrar su poder total: la de quitársela.

Este pensamiento —que puede parecer extraño— no es nuevo. Ya lo formuló Dostoevskij mediante un personaje de Los demonios, que da cuerpo a esta extraordinaria intuición del nexo que puede ligar la libertad con la muerte. Se trata del episodio del inge­niero Kirillov, que, queriendo demostrar prácticamente la inexistencia de Dios, condición de la propia independencia radical, juzga que sólo el suicidio sea la obra demostrativa adecuada: sólo en aquel instante, en efecto, habrá realizado la perfecta equivalencia entre la propia libertad y la propia existencia.

El ateísmo libertario de Kirillov no es un exasperado y excéntrico icono literario ruso. El protagonista del bello film del director de cine español Amenábar “Mar adentro” —que trata de un famoso caso de eutanasia— sin saberlo repite con precisión el razonamiento del ingeniero Kirillov, héroe suicida. El protagonista es un personaje postmoderno, que no tiene el problema de demostrar que Dios no existe, pero tiene el problema de demostrar el derecho de la propia libertad. Es un héroe burgués, que no quiere instaurar un nuevo orden del mundo, pero al que basta reivindicar el derecho de arreglar cuentas con su condición de parapléjico. El suicidio asistido solicitado no es un acto de protesta: la familia siempre lo ha acogido y cuidado en sus veintiocho años de enfermedad; alrededor de él la vida anima: hasta dos mujeres —una cultivada y refinada, la otra popular y apasionada— se enamoran de él; es publicado un libro con sus poesías y se hace famoso. El caso, en suma, no es lastimoso, sino que expresa más bien el brillante perseguimiento de una idea: que la propia libertad está en perfecta ecuación con la propia vida; pero dado que no todo está a disposi­ción, hay una sola elección resolutiva, el suicidio.

Respecto al protagonista del film, Kirillov ya había entendido una cosa más, a saber, que la lógica de esta libertad no vale sólo para los parapléjicos; que no están en juego sólo los casos extremos, sino que en la libertad está siempre en juego la totalidad del ser humano y que una cierta concepción de la libertad lleva en sí un secreto destino de muerte.

«A estas alturas resulta bastante evidente que la apelación a la “sacralidad de la vida”, por cuanto sea verdadera y justa, tiene muy pocas posibilidades no sólo de ser acogida, sino —incluso antes— de ser entendida.»

Razones de la vida

Asistimos hoy a la difusión de dos actitudes que se oponen y conviven —ante todo como juicio— en los mismos sujetos: la justificación conjunta de las prácticas de suspen­sión/liquidación de la vida (contracepción, aborto, eutanasia) y de las de encarnizamiento para obtener la vida (fecundación asistida o también adopción a cualquier condición; tal vez la clonación humana). Lo que hay de común en estas orientaciones contrastantes a primera vista es precisamente el aprobar estas conductas “a cualquier precio”, esto es, con la disponibilidad para soportar cualquier coste (financiero y humano) con tal de poder afir­mar el principio de la disponibilidad de la cosa.

En esta cultura es removida la intuición religiosa elemental —común a todas las gran­des civilizaciones humanas—, según la cual la Vida es ante todo algo a lo que se pertenece, más que algo que nos pertenece. De este modo, es quitado del medio el interrogante sobre la posibilidad y el sentido del disponer de la vida por parte del hombre y ha sido sustituido por la obviedad —de ningún modo inocente— que la vida es “algo” que está a disposición. La tecnicidad de la intervención sobre las formas y las condiciones del vivir se introduce en esta ausencia de sentido fundamental y grande de la vida, mientras exalta el vértigo de poder disponer de ello libremente.

A estas alturas resulta bastante evidente que la apelación a la “sacralidad de la vida”, por cuanto sea verdadera y justa, tiene muy pocas posibilidades no sólo de ser acogida, sino —incluso antes— de ser entendida. Enseguida se le contrapone la apelación a la “cali­dad de vida”, como reivindicación de los derechos de la subjetividad, como si el respeto del valor intrínseco de la vida humana no estuviese en función de la cualidad subjetiva del vivir como hombres.

Todo esto no significa que no puedan ser halladas “razones de la vida” también en el interior de la cultura contemporánea. En el mismo ámbito laicista se levantan de todos modos voces interrogativas sobre la sensatez humana de pensar en la vida naciente o moribunda como algo a lo que se puede meter mano sin límites. Particular relieve posee la nueva conciencia según la cual lo que se hace con relación a la vida sucede siempre en el interior de relaciones que, en realidad, no están en absoluto a disposición del individuo. La cultura contemporánea, frágil en el ámbito de la razón ontológica, es en cambio sensible a la relación intersubjetiva, porque es cada vez más consciente de que la identidad del sujeto se forma, mantiene y crece sólo dentro del juego del reconocimiento interpersonal. De tal modo es reconocido un cierto vínculo a aquella libertad individual, que por lo demás querría ser del todo autosuficiente.

En esta perspectiva se reconoce al menos que la barbarie de la ideología tecnológica está en remover el hecho de que antes de ser sujetos capaces de manipular la realidad de las cosas y de los hombres somos todos “hijos” y “nacidos de mujer”. Y es necesario decir “somos”, en tiempo verbal presente, porque la condición de hijo no cesa nunca, no sólo como origen del que se procede, sino también, y más profundamente, como condición ejemplar y permanente del vivir humano. La reflexión contemporánea sobre la intersubjeti­vidad, si es conducida hasta el fondo, lleva a comprender que es el vivir humano como tal a ser relación (co)generativa y por tanto educativa. En realidad, el sujeto vive desde siem­pre en relación y vive como hombre en cuanto se hace cargo de las relaciones de recono­cimiento en las que siempre es tomado, de las que siempre espera la atestación de la propia dignidad y a las que, a su vez, siempre debe la propia contribución de acogida del otro. En este sentido la procreación, a la cual cada uno debe la propia existencia, no es sólo un hecho físico acaecido una vez, perteneciente a la biografía particular de cada uno, sino que es también un hecho psicológico fundamental según el cual son estructuradas todas las relaciones: en diversas maneras y medidas somos todos constantemente hijos los unos de los otros.

La concepción nihilista de la libertad y el sueño de omnipotencia de la técnica, en cambio, favorecen de por sí la formación de personalidades narcisistas y megalómanas, esto es, de personalidades inmaduras, centros de perenne conflicto y expuestas o a las más graves desventuras depresivas o, alternativamente, a las más fáciles formas de violencia. Desde este punto de vista “el aborto es la otra cara de la medalla respecto a la fecundación artificial” —como ha escrito una psicoanalista laicista S. Vegetti Finzi (Querer un hijo. La nueva maternidad entre naturaleza y ciencia, Milano 1997, p.99)—, porque ambos expresan la intolerancia hacia una situación dada y la voluntad de gobernar a toda costa la propia historia.

Más profundamente, E. Lévinas nos invita a una reflexión sobre la condición humana al releer el episodio de Caín, cuando escribe: “¿No es necesario tomar la respuesta de Caín (“Soy tal vez yo el guardián de mi hermano?”) como si escarneciese a Dios o respondiese infantilmente no soy yo (Abel), es el otro. La respuesta de Caín es sincera. En ella falta sólo la ética, y está sólo la ontología: “Yo soy yo, y él es él” (Filosofía, justicia y amor, en “aut-aut”, 209-210, 1985, p. 9). Con nuestros términos podríamos decir: la enajenación de Caín está en el no darse cuenta de la ligazón que le une a su hermano; ligazón por la cual él es guardián de su hermano así como, a su vez, su hermano es guardián suyo. La custodia entre los hombres es, en efecto, el modo a través del cual ellos hacen del mundo una morada. Al contrario, no cuidarse del hermano no edifica la morada que custodia la propia humanidad. El asesinato de Abel, en efecto, significa para Caín perder la morada e ir errante y extranjero en un mundo hostil.

Hay, por tanto, una proporcionalidad directa entre depreciación de la vida y soledad. La actual consideración espontánea de la vida humana está atenta a la satisfacción indivi­dual (la así llamada “calidad de vida”) y al análisis de las condiciones objetivo-cuantitativas de intervención (hasta cuántos días se puede eliminar el embrión o el feto; cuándo se puede desenchufar, etc.). Pero este modo de plantear los problemas es ya de por sí una alienada autocomprensión del sujeto, porque no entiende que antes de cada gratifica­ción/frustración y de cada criterio operacional se está en relación con el otro, se está impli­cado en una relación en la que está en juego la propia consistencia y dignidad. Como dice otra vez S. Vegetti Finzi “ninguno se basta a sí mismo” y “la apelación al otro constituye la única modalidad mediante la cual podemos afirmar nuestra identidad”. Por esto, lo más necesario es una “ética de la maternidad”: no en el sentido de una regulación ética de la maternidad, sino en el sentido más profundo del genitivo subjetivo, esto es, en el sentido de una ética que asuma la maternidad como su paradigma; de una ética que parta de la conciencia de que “la vida es compartición”, que se desarrolle por eso como decisión de “autolimitación del propio dominio” y como acogida y cuidado del otro en cuanto valor por sí mismo (op. cit., pp. 135 y 7).

Las razones de la vida valen entonces no como promoción o respeto de algo que se impone al sujeto por su valor abstracto e impersonal. Si la vida es concebida como bien objetivo y anónimo, entra inmediatamente en conflicto con los intereses y el poder subjeti­vos. Pero si, en cambio, la vida es percibida como vida del otro, que hay que engendrar o cuidar porque me atañe, entonces las razones no se imponen al sujeto desde el exterior, sino como algo que le pertenece íntimamente. En efecto, el otro no es ni la proyección de su deseo, ni el obstáculo para su satisfacción, sino que es en primer lugar y de todos modos la morada de su identidad humana. En otros términos, cada hombre está sometido a la condición de no poder progresar hacia su consumación sino a través de la contribución de otro hombre. Por esto la mezquindad con la vida posible o actual del otro se paga nece­sariamente con el empobrecimiento de la propia. Y al contrario, dar razón a la vida significa dar vida a la auténtica racionalidad, que reconoce en el otro la principal posibilidad para sí.

Darse cuenta de esto no basta aún ciertamente para formular una ética normativa, esto es, para tener reglas de conducta útiles para decidir sobre comportamientos particu­lares; pero proporciona una orientación antropológica y un criterio ético fundamental, aquel ya muy concreto de la com-pasión, en función del cual el otro —antes de cada caso parti­cular— es de todos modos en sí mismo un fin necesitado de acogida como lo soy yo, y no sólo medio (por mis miedos o mis satisfacciones). Sin tal supuesto, por otra parte, ninguna norma resulta verdaderamente sensata y sentida.

Ciertamente la acogida de la vida es también fuente, casi inevitable, de sufrimiento. Pero esto forma parte de una experiencia dilatada y no narcisista del vivir, que como tal posee en sí los recursos de la propia donación. En cambio, el problema del sufrimiento es indisoluble para quien proyecta una existencia de mera auto­conservación y es piedra de tropiezo, porque presenta una imagen de la existencia que el sujeto egocéntrico no está en condiciones de soportar. El relato de Caín aún puede ser útil para comprender la lógica profunda de la violencia contra el otro, que posee grande y dramática actualidad en las cuestiones bioéticas. En efecto, la motivación de la muerte de Abel, según el relato bíblico es la irritación de Caín por lo que él no consigue ser: un oferente grato a Dios, como su hermano (Gen. 4, 5). En fin, el motivo profundo del gesto fratricida es el resentimiento hacia lo que no se está en condiciones de ser. ¿No es ésta también la lógica de la reacción supresora con relación al sufrimiento irremediable, frecuente­mente disfrazada de gesto piadoso: la insoportabilidad (propia) del sufrimiento (ajeno)?

Mas para quien vive la propia identidad con relación a los otros, el sufrimiento es parte de la aventura de la vida y es, más bien, el lugar de la pregunta de una Razón defini­tiva de la vida. Es paradójico, en efecto, que el otro sea indispensable y conjuntamente fuente de dificultades. Sin embargo, con respecto a esta paradoja no puede retroceder sin destruir la experiencia humana: en cambio, se puede progresar, volviéndose disponibles para ir más allá, donde la paradoja podría resolverse en una superior reconciliación de la vida.

por Francesco Botturi
Congreso organizado por D. Enrique Cases
El Árbol de la Vida sobre la Vida en sus inicios con ponencias de Biomedicina, Filosofía y Derecho, con premios de novela y de investigación para universitarios y bachilleres 2005

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Luchemos

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Historia y contexto Con frecuencia hemos escuchado decir que debemos orar para que Europa y América vuelvan a ser dos continentes cristianos; que vuelvan su mirada a Dios en estos tiempos, con un mundo tan secularizado. Hagamos un poco de Historia. Durante Su vida...

Especial Halloween

Especial Halloween

Raíces de la celebración y origen de la pregunta: “¿Truco o trato?” En el siglo VI a.C., los celtas del norte de Europa celebraban el fin de año con la fiesta de “Samhein” (o La Samon), festividad del sol que se iniciaba la noche del 31 de octubre y que marcaba el fin...

San Lucas Evangelista

San Lucas Evangelista

Lucas significa “luminoso”, escribió el Evangelio que lleva su nombre y el libro de los Hechos de los apóstoles. Era médico, originario de Antioquia y fue compañero de viaje de San Pablo; compartiendo con él incluso el presidio. Es el único evangelista del Nuevo...

Maternidad

Maternidad

Suena el teléfono y veo en la pantalla de mi móvil “Mamá”, siempre pienso en la suerte que tengo de poder recibir esa llamada y poder buscar entre mis contactos a esa persona abnegada con la que compartir siempre que me encuentro alegre, triste o quiero compartir algo...

Superhéroes y pedagogía cristiana

Superhéroes y pedagogía cristiana

Conozco desde hace algún tiempo al profesor de religión, Víctor Alvarado, y atestiguo que es una de las personas de mayor cultura cinematográfica que cabe imaginar. Pero su pasión por el cine, tanto el clásico como el actual, se hace extensiva a otros géneros que...