
Dependiendo del contexto, el silencio puede significar recogimiento, tiempo de reflexión, signo de sabiduría, o por el contrario puede significar enojo, negación, lejanía, rechazo o indiferencia.
Así, la permanencia en el desierto y el silencio, marcan todas las relaciones entre Israel y Dios.
En el relato teofánico de Elías, el profeta no encuentra a Dios en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego. Sólo cuando llegó un ligero susurro de aire, sintió que estaba en la presencia de Dios. Ahí está Dios, en la misma voz del silencio.
“… Vino primero un huracán tan violento que hendía los cerros y quebraba las rocas delante de Yavé. Pero Yavé no estaba en el huracán. Después hubo un terremoto, pero Yavé no estaba en el terremoto. Después brilló un rayo, pero Yavé no estaba en el rayo. Y después del rayo se sintió el murmullo de una suave brisa” (1 Reyes 19,11-12).
En Jesús, el silencio de Dios se abre a una palabra definitiva sobre la vida, pues Él es la palabra de Dios con la que pareciera cesar el silencio.
“Hago que tu lengua se pegue a tu paladar: estás mudo y dejas de reprocharlos porque son una raza de rebeldes” (Ezequiel 3,26).
En Jesús, el silencio de Dios se abre a una palabra definitiva sobre la vida, pues Él es la palabra de Dios con la que pareciera cesar el silencio.
El silencio de Cristo se basa en aquel silencio de la obediencia trinitaria que más tarde se hace el elemento más auténtico para indicar su relación con Dios.
“De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario y allí se puso a hacer oración” (Marcos 1,35).
“La profundidad del corazón crece con el silencio, silencio que no es mutismo, sino que deja espacio a la sabiduría, a la reflexión y al Espíritu Santo” (Papa Francisco).
Dice el libro del Eclesiastés: “Hay tiempo de callar y tiempo de hablar” (Eclesiastés 3,7) y parece que nuestro tiempo está caracterizado por estar lleno de ruidos, de muchas palabras a veces sin sentido que llenan nuestro interior y que no permiten el espacio para escuchar la voz del espíritu de Dios y para discernir sus caminos.
“La profundidad del corazón crece con el silencio, silencio que no es mutismo, sino que deja espacio a la sabiduría, a la reflexión y al Espíritu Santo” (Papa Francisco).
Necesitamos un lugar tranquilo en el que podamos reflexionar en Dios y en su palabra. Acallar los ruidos que nos distraen, nuestra mente y nuestro corazón para enfocarnos sólo en Él. Quietud, aislamiento y sensibilidad son ayudas indispensables para escuchar la voz de aquel que es puro Amor.

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