
Aquella mujer se había quedado dormida y su cuerpo yacía en la cama.
Se había vuelto de una hermosura tal que asombró de inmediato a todos los que estaban a su alrededor.
Ellos sabían de los sufrimientos que esa mujer había padecido durante muchos años, más de lo que otra persona hubiera podido soportar.
Durante su vida, ella había tenido encuentros y desencuentros, ilusiones y decepciones, amores, partidas y llegadas, familiares y amigos y también una vida sana en lo físico que gradualmente se fue tornando en una salud espiritual mucho más profunda.
En lo físico, con el tiempo y paulatinamente fue perdiendo la salud. Había sido experimentado grandes momentos de alegrías, pero también había sido sometida a pruebas indecibles: dolor físico y espiritual, tristeza, amargura, soledad, incomprensión, rechazo, pero todo ello lo había superado con una gran dificultad y en los últimos momentos de su vida terrenal, una indecible paz la había envuelto con su manto. Incluso, pocos segundos antes esbozó una sonrisa que se volvió la envidia de todos los presentes.
Su alma abandonó la cárcel del cuerpo y, de repente se encontró con su Ángel de la Guarda, tan hermoso como ella misma, para de inmediato encontrarse con un ser todavía mucho más hermoso, por su indudable pureza y castidad.
Es precisamente Dios el culmen de TODO. El Amor Infinito que lo abarca todo. La Hermosura que no tuvo principio ni tendrá fin y que, igualmente, no puede ser comparada con nada. Él en Sí es el Cielo.
Ese ser privilegiado, pensado por Dios desde la eternidad para ser la Madre de Su Hijo, le sonrió a la mujer que era cargada por el ángel.
Ambas se dieron un abrazo y volaron a lo alto, mucho más allá de los confines del Universo, pero en un breve momento – según los parámetros del planeta que llamaron Tierra – el alma de la mujer que había yacido en su cama y el alma y cuerpo de la Madre del Dios Eterno, se unieron también en un amoroso abrazo, para después separarse a muy breve distancia.
La Reina del Cielo abrió sus puertas y, con una más amplia y hermosa sonrisa, invitó a entrar en el Paraíso, renovado por su Hijo, a la mujer que la acompañaba.
La imagen – de ninguna manera física – que esta última contempló embelesada, no puede ser descrita por humano alguno. Digamos simplemente que el Cielo es, en efecto, el originario Jardín del Edén, “pensado” también por Dios para todas Sus criaturas, con una vegetación exuberante, ríos de agua pura y cristalina por doquier; olas suaves y acariciantes que bañan todas sus playas y una atmósfera celestial – para usar un parámetro que corresponde a la Tierra – que no tiene comparación alguna, porque es imposible comparar el Cielo con ningún planeta.
Pero esa “atmósfera” tiene un aire tal que esparce su aroma por toda su inmensidad, todavía más cristalino y puro que las aguas de ese mismo Jardín.
Por encima de todo ello, existe una paz tal que ningún ser humano puede o pudo haber experimentado. Ya no hay dolor, solo alegría; ya no hay tristeza, solo una increíble felicidad; ya no hay soledad ni abandono porque todo lo abarca Aquél que creó el Jardín del Edén, el Universo entero y a los mismos seres humanos que en una ocasión poblaron dicho universo y ahora “habitan” en el Cielo.
Algunos de esos seres son los mismos que acompañaron un buen tramo de su existencia a la mujer que recién “ha llegado”; otros que le dieron un cuerpo; otros más le dieron hijos, como fue su caso.
Ellos también la han recibido con una amplia sonrisa que refleja la alegría de volver a verla.
Pero, es precisamente Dios el culmen de TODO. El Amor Infinito que lo abarca todo. La Hermosura que no tuvo principio ni tendrá fin y que, igualmente, no puede ser comparada con nada. Él en Sí es el Cielo.

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