El ejemplo de la Iglesia primitiva
Leemos en Hechos de los Apóstoles: “Los creyentes, por su parte, vivían unidos entre sí y nada tenían que no fuese común entre ellos”. A dos mil años de distancia, esas palabras siguen resonando en la mente y el alma de los católicos.
Con el ejemplo que dieron los primeros cristianos, una gran cantidad de personas se convirtieron a la nueva religión, recién fundada por Cristo Nuestro Señor, principalmente los judíos, pero también los gentiles, como se les llamaba a los que no habían nacido bajo el Judaísmo.
Es a través de la fe, de las buenas obras y de nuestra piedad como podemos atraer multitudes, al igual que lo hicieron los primeros seguidores de Cristo.
Situación actual
Ahora vivimos en una comunidad a la que llamamos Iglesia. Somos parte del Cuerpo Místico de Jesucristo, siendo Él la cabeza y, conforme a lo que Cristo dispuso, formamos una unidad.
Habrá muchos católicos que de cierta manera viven su religiosidad de forma muy tibia, como apagada. Tal vez con muchas dudas y temores, lo que indica que no aceptan del todo las enseñanzas de nuestro Divino Maestro, quizás por no tener una formación básica, o tal vez al ver el ejemplo de las personas que hay a su alrededor.
Ese es precisamente el tema central de esta reflexión. El ejemplo, mismo que sirvió para que los que escuchaban a los primeros Apóstoles, y los que los siguieron, también predicaran la doctrina de Cristo Jesús y, sobre todo, siguieran ese ejemplo que daban los primeros cristianos al amarse los unos a los otros, como lo había proclamado el Maestro.
Con el transcurso del tiempo no se ha perdido ni la enseñanza ni el ejemplo que debemos de dar a los que nos rodean, a los que tratamos, de cerca o de lejos. Es a través de la fe, de las buenas obras y de nuestra piedad como podemos atraer multitudes, al igual que lo hicieron los primeros seguidores de Cristo.
Se dice que no debemos ser luz de la calle y oscuridad en nuestra casa. Estamos obligados a ser compasivos y caritativos en primer lugar con los que viven con nosotros, sin que ello quiera decir que nos olvidemos de los que viven fuera del hogar.
Vivamos, pues, nuestra catolicidad de manera congruente. Estemos felices por lo que Dios nos ha dado y aun por lo que no nos ha concedido. Sigamos confiando en Él, que es “el Camino, la Verdad y la Vida”. Practiquemos lo que creemos y predicamos. Seamos testimonio vivo de lo que representa ser discípulo de Cristo. Prestemos nuestros oídos a quien nos habla y nuestro hombro a quien llora. Extendamos la mano para entregar poco o mucho a quien nos pide y más necesita de esa ayuda, y enjuguemos las lágrimas de quien sufre. Visitemos al enfermo y hablémosle dulcemente de Cristo. Oremos en silencio por las necesidades de los demás y demos gracias a Dios porque nos ama.
Vivamos, pues, agradecidos por los dones que hemos recibido del Espíritu Santo, mismos que, como dice san Pablo, son diversos.
Esos dones equivalen a tener un tesoro muy grande, pero si lo tenemos enterrado en algún lugar, sin disfrutar de esa riqueza, sin compartirla con otros, en la comunidad y aún fuera de la comunidad, es como si el tesoro no lo tuviéramos.
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