Cientificamente probado
A nadie se le escapa el protagonismo adquirido en la sociedad occidental durante la última centuria por la ciencia experimental y por sus aplicaciones prácticas. Un significativo botón de muestra de nuestra anterior afirmación era recogido en un anuncio televisivo que frecuentó nuestras pantallas años atrás. En él, a través de sugerentes imágenes, se nos hacía pensar en las consecuencias prácticas de un corte en el suministro de energía eléctrica a una ciudad durante un par de días. La conclusión era obvia: tal eventualidad técnico-científica sería considerada por todos los afectados como una catástrofe de considerables proporciones. Todo ello es consecuencia de los notables avances realizados por ese conjunto de disciplinas durante los dos últimos siglos. Por ello, no es de extrañar que, para amplios sectores sociales, la ciencia ejerza una atracción quasi-reverencial. Una manifestación de ello es que frecuentemente se utilice la calificación de ‘científico’ o ‘científicamente probado’ como principal argumento de autoridad para avalar una opinión, un método o un producto comercial cualquiera.
Estas afirmaciones suelen conllevar la idea, más o menos consciente, de que el único uso de la razón que puede proporcionar auténticas verdades y no meras opiniones discutibles -es decir, el único uso epistemológicamente válido- sería el propio de la actividad científica experimental. Se trata de un planteamiento que se basa en el convencimiento, derivado del positivismo del siglo diecinueve, de que solo pueden ser verdaderas o falsas aquellas proposiciones que se puedan probar o rechazar mediante un experimento mensurable; todas las demás proposiciones, las de la ética, la filosofía, las de las ciencias sociales o la religión quedarían en el ámbito de las preferencias, las opiniones y las opciones personales. Por ejemplo, afirmar “matar a un inocente es malo” equivaldría a decir “me causa repulsión que alguien mate a un inocente”.
Se hace urgente el estudio de una serie de cuestiones que van más allá de lo experimentable.
Uso indiscriminado de la técnica derivada de la ciencia experimental
Pero, junto a los logros anteriormente citados, el siglo XX ha sido testigo de diversas catástrofes originadas por un uso indiscriminado de la técnica derivada de ciencia experimental. Las explosiones atómicas de Hiroshima y Nagasaki, la desgracia de Chernobil, las invasiones de la intimidad ajena, los experimentos sobre prisioneros en los campos de concentración nazis, la contaminación producida en países enteros del antiguo bloque comunista por la explotación incontrolada de la minería, la proliferación de la muerte a la carta bajo la forma de eutanasia o aborto, la posibilidad clonación de embriones humanos, la contaminación de los mares o los ríos por los desechos industriales pueden servirnos de botón de muestra. Por ello, la creencia -popularizada por los positivistas y cientificistas del diecinueve- en que el progreso de la ciencia no debe someterse sino a criterios internos a la ciencia misma, va dejando paso al convencimiento general de que urge plantearse en profundidad la finalidad y los límites de la actividad técnico-científica. En estas circunstancias resulta, pues, no sólo oportuno, sino urgente ocuparse de la ciencia y de sus aplicaciones desde esa perspectiva que se denominaba tradicionalmente sapiencial es decir que tenga en cuenta la ordenación de la ciencia y de la actividad científica a la consecución del fin propio de la persona y de la sociedad humana.
Así pues, se hace urgente el estudio de una serie de cuestiones que van más allá de lo experimentable, pero que marcan los límites que a la vez dilate los horizontes de la actividad científica y le señale los límites que no debe traspasar para seguir estando al servicio del verdadero progreso. Entre otras cuestiones, se trata de indagar sobre de las relaciones de la ciencia con la verdad (problema epistemológico) como de la relación de la ciencia con el bien (problema ético), con el hombre y la sociedad (problema antropológico) y con Dios (problema teológico). Y, puesto que estas cuestiones no son susceptibles de someterse a experimentos mensurables, solo podrán ser abordadas por la razón por parte de quienes admitan un uso de ésta que vaya más allá de lo puramente técnico-instrumental. En definitiva, si negamos este tipo de ampliación del uso de la razón, nos vemos privados de la posibilidad de saber si verdaderamente hay usos de la ciencia que contribuyen a que la humanidad progrese y otros usos que degradan a la persona y a la sociedad.
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